El divorcio vivido por los hijos, ¿puede la mediación evitar un trauma?

Cuando alguien se pregunta quienes son los que peor lo pasan durante un divorcio, todo el mundo piensa en primer lugar en los cónyuges que han tenido que tomar esa decisión, que ahora ven como todas las ilusiones y los esfuerzos que pusieron en un acto con la intención de que fuera para toda la vida, de repente se caen como un castillo de naipes, y a la frustración de no poder salvar la relación se une el dolor, la pena y el varapalo emocional de romper esa unión. Pensamos que los niños o son muy pequeños para enterarse o son muy mayores y tienen capacidad de comprenderlo, sin embargo, son las mayores víctimas de la separación: su mundo, el hogar que hasta entonces habían conocido, se viene abajo sin que nadie, además, les pida opinión.

Es necesario tener en cuenta que su vida y su entorno de seguridad cambia de tal manera que es normal que afloren la tristeza, el miedo, el enfado, la culpa o la soledad en mayor o menor intensidad. Estos sentimientos pueden conducir a regresiones en sus comportamientos, bajo rendimiento en el colegio, problemas de sueño o alimentación y fantasías de reunificación que nunca se materializan.

Además estas reacciones vinculadas al grado de sufrimiento de cada niño, las características y duración de sus efectos, los modos de interiorizarlos y, eventualmente, de superarlos, no es algo que pueda generalizarse, y dependerá mucho de la edad, el sexo y la personalidad del hijo o hija, y de cómo viva ese proceso; así como del contexto familiar en el que se desenvuelva: intensidad y, duración del conflicto entre los progenitores, pero también en su ámbito social: mudanzas, cambio de escuela, situación económica…

Si son bebés sabemos que son muy receptivos del estado de ánimo de ambos progenitores, así notarán si están tensos, irritables o deprimidos y les afectará de igual forma pudiendo llorar más, o necesitar más proximidad física debido a la inseguridad que sienten… al margen de que, debido a ese estrés, es posible que no puedan ser atendidos de la manera más correcta su cuidado, pudiendo afectar a su desarrollo.

En los niños que están en edad preescolar, dado que no son capaces de entender muy bien qué sucede, si la ruptura está siendo complicada es posible que manifiesten estrés, ansiedad y miedos, volviendo a estadios anteriores del desarrollo ya superados como hacerse pis, o hablar de forma infantilizada, pero también son recurrentes las pesadillas, el miedo a la oscuridad o a ir solo por casa, además dado que aún no se manejan bien las emociones es fácil que somaticen el estrés es forma de vómitos, por ejemplo, o bien se tornan más agresivos como forma de exteriorizar su tristeza.

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En la preadolescencia una separación conflictiva se vive como un conflicto de lealtades lo que va a afectar tanto a su estado de ánimo, como al rendimiento escolar, pero también puede afectar a su autoestima y a su conducta, como no atender a las normas.

Ya en la adolescencia estas separaciones conflictivas pueden favorecer el surgimiento de conductas depresivas, pero también conductuales: delictivas, consumo de drogas, y también dificultades para establecer vínculos afectivos.

Es decir, para ellos tampoco es agradable, tendrán que enfrentarse a un cambio en sus vidas. La clave es hacerlo de manera de que el impacto sea el menor posible y minimizar el punto más estresante: la exposición a los conflictos de sus padres.

La forma ideal sería tener una ruptura civilizada, meditada y abordada desde el respeto, una ruptura en la que ambos progenitores son capaces de dialogar, en la que ambos llegan a acuerdos evidentes y expresos sobre los hijos, una ruptura en la que, a pesar de que ya no se funcione como pareja se busque seguir funcionando como familia o equipo de cara al cuidado y educación de los hijos.

Existen parejas que, no sin esfuerzo, consiguen lograr ese acuerdo por sí mismos, pero existen otras que pese a las buenas intenciones del principio, éstas se van esfumando poco a poco a medida que va pasando el tiempo: rencores, sentimientos de querer devolver el daño que se está causando, rabia, ira, acusaciones, desentendimiento de los deberes como progenitor, la intervención de terceros (no necesariamente los suegros) empiezan a dominar la nueva relación de los progenitores, y solo se encuentra una salida a través de la vía judicial, hasta convertir la relación filial en una suerte de tres progenitores, en la que el juez es quien toma cualquier decisión, por nimia que sea a lo largo de toda la minoría de edad de los  hijos habidos en común.

Para esas parejas que sienten que el divorcio se les puede ir de las manos y convertirse en una familia judicializada existe la mediación.

Esta herramienta facilita el diálogo entre las partes. Lograr escucharse en lugar de oírse hace posible que se conozcan y entiendan mejor, por lo que es más fácil que las partes implicadas traten de buscar posibles soluciones y que puedan mantener sus relaciones. Es decir, las personas son libres para mirar y decidir su futuro, y esto es fundamental en una relación familiar, que va a continuar toda la vida.

Además, este diálogo abierto va a ayudar a tener una visión conjunta del problema para valorar y determinar los verdaderos intereses y necesidades de cada parte involucrada.

La posibilidad de ser escuchado por la otra parte reduce la tensión emocional y el litigio, sobre todo en las relaciones familiares. Estas tensiones emocionales acostumbran a tener un reflejo físico al ser somatizadas, por lo que la salud de las partes también sale beneficiada.

A su vez, se estimulan las corresponsabilidades entre los progenitores y se favorecen los vínculos con los hijos, además de conseguir soluciones personalizadas.

También se garantiza la confidencialidad respecto de todas las informaciones aportadas durante el proceso de mediación y la flexibilidad que caracteriza a la mediación hace posible que se llegue a acuerdos imaginativos que puedan satisfacer distintos intereses de las partes, más allá de una sentencia, y también permite resolver problemas grandes o pequeños.

Es voluntaria, ya que las partes pueden levantarse de la silla si lo estiman conveniente, no están obligados a llegar a un acuerdo, y no les impide acudir a los Tribunales si lo estiman necesario.

El mayor punto a favor es que las decisiones no las toma un tercero, que ni siquiera los conoce, sino las partes, que conocen de primera mano cuál es el origen del conflicto. Por ello, además, hay un nivel de compromiso más alto en los acuerdos.

Y, sobre todo, las partes, aunque tengan que renunciar en algunos casos, se sienten ganadoras, han colaborado en un beneficio para ambas, y para sus hijos, y habrán buscado el acuerdo que atiende a las necesidades particulares de cada una de ellas, que son más realistas y adecuadas a estas necesidades.

Es un trabajo que requiere enfrentarse a situaciones que nos vas a remover por dentro, nos va a requerir un esfuerzo, pero ellos bien valen la pena.

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