Absentismo escolar en tiempos de COVID-19: parámetros penales y civiles de responsabilidad

Alberto Campomanes Caleza

Fiscal delegado de menores y contra la criminalidad informática de la Fiscalía Provincial de Huelva. Miembro de la Asociación de Fiscales

I. El papel fundamental de la educación y su obligatoriedad

Ni los futuristas invasores alienígenas resistieron el azote de los violentos microorganismos que pueblan nuestro planeta en la obra de H.G.Wells, La Guerra de los Mundos. Por ello, no debemos decepcionarnos definitivamente ante la impotencia de gestionar una pandemia como la que hoy nos afecta armados con un puñado de objetos casi rudimentarios y un par de conductas que poco a poco vamos aprendiendo.

Queremos certezas, ansiamos que nuestros alabados pero mal alimentados servicios públicos marchen como siempre. O incluso mejor. Muchos han encontrado en las redes sociales un foro donde desgañitarse con desesperación porque el complejo artilugio que paga con sus impuestos no responde robóticamente al apretar el botón. Y nuestros esquemas participativos de diseño y fabricación en la década de los setenta no proporcionan muchas alternativas al recién interesado. La educación no es una excepción.

La educación no se concibe únicamente como un instrumento dirigido a la gestación de profesionales. De acuerdo con nuestra Constitución, todos sin excepción tienen derecho a ella (27.1 CE), y su propósito principal es el de lograr “el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales” (27.2 CE). Pero no es el único objetivo. Los españoles hemos considerado esencial que nuestros esfuerzos organizativos como sociedad y económicos por medio de los tributos proporcionen a este servicio público una relevancia de primer orden por amor a unos muy loables principios. No se trata sólo de formar buenos profesionales, rectos ciudadanos o realizados seres humanos. En el marco de una sociedad que despliega su actividad económica según las reglas del mercado (38 CE), un servicio público educativo excelente es la premisa imprescindible para que exista igualdad real de oportunidades. Frente a esa igualdad de oportunidades se encuentra el modelo de tiempos pretéritos o naciones no tan lejanas donde los oficios y profesiones que proporcionan estabilidad, calidad de vida y libertad a los individuos se heredan, se compran o sólo están al alcance de las élites. Al resto, sólo le queda malvivir, la semiesclavitud o un régimen de libertad de baja calidad.

Conscientes de ello, y para superar las apetencias y deseos infantiles, o de la dejadez o negligencia de familias poco conscientes, nos hemos impuesto que la educación básica sea obligatoria y gratuita en su etapa básica (27.4 CE). No aceptamos que nuestros iguales sufran la condena a ser marginados, ni aun disfrazada de desidia o desacierto.

Código Penal. Comentarios y Jurisprudencia. 4 tomos (5.ª ed.)

II. Planteamiento de la controversia

Cuando la epidemia explotó en nuestras manos, las autoridades educativas se toparon con una realidad difícil de cuestionar: nuestro sistema educativo en sus escalas básicas no funciona a distancia, con los alumnos en sus casas, o lo hace con unos resultados insatisfactorios. No estaba diseñado para eso. Desde entonces, Comunidades Autónomas y Gobierno afirman haber desarrollado fórmulas para que el regreso de los alumnos a las aulas con motivo del nuevo curso escolar, en el mes de septiembre, resulte seguro para la comunidad educativa y no genere nuevos focos infecciosos. De lo contrario, las soluciones posibles serían aquellas que no nos podemos permitir.

A pesar de ello, existen personas con hijos en edad de escolarización obligatoria que manifiestan su intención de no llevar o no permitir que acudan a las clases presenciales, impulsados a ello porque piensan que las prevenciones adoptadas o anunciadas no serán suficientes para garantizar la salud de sus menores de edad.

En diferentes medios de comunicación y redes sociales se hacen oír expertos de toda clase que, con notable disparidad y desafortunado afán didáctico o divulgativo, explican a esas familias las consecuencias legales del absentismo escolar justificado en la seguridad sanitaria en tiempos del COVID-19. Incluso, algún que otro responsable político ha recordado las consecuencias de esa conducta y su predisposición para contribuir a que las responsabilidades lleguen. Observar este peligroso enjambre asistemático de información que, en conjunto, genera incertidumbre es lo que me motiva a escribir este pequeño trabajo y a hacerlo con un enfoque más divulgativo que técnico jurídico. El día 3 de septiembre de 2020 el Excmo. Fiscal de Sala de Menores ha emitido la nota de servicio 1/2020, de 4 de septiembre (SP/DOCT/106789), aclarando y unificando las funciones de los fiscales de menores ante las situaciones de absentismo escolar. Considero que la lectura de este trabajo permitirá profundizar a las personas ajenas a nuestra labor en el conocimiento de la respuesta que desde el Ministerio Fiscal se da a esta clase de incumplimientos de los deberes paternofiliales. Y, a continuación, expondré mis razonamientos sobre en qué casos el absentismo escolar amparado en la coartada del riesgo para la salud por posibles contagios del COVID-19 podrían llegar a ser delictivos o a motivar una declaración de desamparo, que en mi opinión serán muy pocos.

III. Consecuencias legales del absentismo escolar. El delito de incumplimiento de deberes paternofiliales

La patria potestad es el conjunto de las obligaciones que la Ley impone a padres y madres respecto a sus hijos menores de edad —e incluso algunos mayores cuando una sentencia judicial así lo determina por causa de la limitada capacidad de aquéllos— y de facultades que les son concedidas para el cumplimiento de esas obligaciones. El ejercicio de unas y otras debe buscar el beneficio de esos hijos. Atendiendo a lo que expone el art. 154 del Código Civil, una parte de esas obligaciones consiste en “velar por ellos, tenerlos en su compañía, alimentarlos, educarlos y procurarles una formación integral”.

Ante el incumplimiento de esas obligaciones el ordenamiento jurídico prevé dos clases de respuesta para los casos más graves. La primera de ellas es la penal, la del delito. El art. 226 del Código Penal lo expresa en los términos siguientes:

“El que dejare de cumplir los deberes legales de asistencia inherentes a la patria potestad, tutela, guarda o acogimiento familiar o de prestar la asistencia necesaria legalmente establecida para el sustento de sus descendientes, ascendientes o cónyuge, que se hallen necesitados, será castigado con la pena de prisión de tres a seis meses o multa de seis a 12 meses”.

El apartado segundo del precepto recoge la posibilidad de que el Juez o Tribunal pueda llegar a imponer a los padres delincuentes la pena de inhabilitación para el ejercicio de la patria potestad de cuatro a diez años. Y esa inhabilitación afecta no sólo a su relación con el menor absentista, sino también al resto de menores que estuvieren bajo su patria potestad durante el tiempo de la condena.

La Audiencia Provincial de Granada (sección 2ª) explicó en su sentencia 557/2018, de 9 de noviembre (SP/SENT/987375), que

“El tipo penal exige la concurrencia de los siguientes elementos: a) situación generadora del deber de actuar, que se produce por la mera existencia del vínculo entre el omitente, titular de los deberes de asistencia inherentes a la patria potestad y los beneficiarios de tales deberes (los hijos). b) No realización de la acción (omisión). c) Capacidad de acción, todo ello, naturalmente, junto al conocimiento de quien omite la situación generadora del deber y su capacidad de actuación. Dentro del núcleo central de los derechos-deberes que constituyen el contenido de la patria potestad se encuentra el de la educación de los hijos, por cuanto la asistencia al centro escolar por parte de los menores constituye uno de los pilares esenciales de dicha formación, habiendo establecido las leyes que regulan la materia que la enseñanza básica obligatoria se extiende hasta los dieciséis años”.

En las diferentes Comunidades Autónomas, titulares de las competencias en materia educativa, se han desarrollado prácticas o protocolos que suelen aunar el trabajo de distintas Administraciones o Poderes Públicos. Los centros educativos detectan, registran y documentan la ausencia repetida e injustificada a clase de menores en edad de escolarización obligatoria que se encuentran matriculados. Esos informes son remitidos a oficinas, equipos o centros administrativos de diversa índole, según la configuración diseñada en cada región o provincia. Es frecuente que, en esos centros o equipos, de manera autónoma o incluso con el apoyo de los servicios sociales y cuerpos policiales se realice un trabajo de verificación de las causas del absentismo, se recuerde a las familias negligentes sus obligaciones y se ponga en funcionamiento un plan de intervención social con el propósito de que el menor regrese al aula.  El resultado material es un expediente en el que funcionarios y empleados públicos del ámbito de la educación, los servicios sociales y las fuerzas y cuerpos de seguridad han contrastado una situación y unos esfuerzos para restituir la correcta escolarización. Muchos de esos expedientes son remitidos a las Fiscalías territoriales, especialmente en los casos de absentismo de larga duración o cuando los profesionales intervinientes han considerado que la familia no ha colaborado con su propósito.

La labor que se presenta al Fiscal en esos casos es la de poner en marcha una investigación que se prevé en el artículo cinco del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal. El objetivo será determinar si existen indicios de la comisión de un delito. En caso afirmativo, formulará denuncia o querella ante los Juzgados de Instrucción competentes para trasladar la investigación a un proceso penal clásico que pueda desembocar en una acusación, su consecuente juicio y una posible sentencia condenatoria en los términos del art. 226 CP, antes expuesto. En esa investigación preliminar —denominadas preprocesales— el Fiscal puede hacer uso de cuantos medios o diligencias estime convenientes siempre que no resulten invasivas de derechos fundamentales (entradas y registros domiciliarios, intervenciones telefónicas, etc.). Sí puede acordar la detención de los sospechosos en los mismos supuestos y con las mismas condiciones que la investigación judicial. Como es obvio, en cuanto no resulte posible hallar indicios de la comisión de un delito o se observe que éste no ha sucedido, el Fiscal archivará sus diligencias de investigación sin denunciar ni querellarse, o instará al Juez el sobreseimiento que corresponda si el caso hubiera llegado a instruirse judicialmente.

IV. Consecuencias legales del absentismo. El desamparo

La otra consecuencia grave del incumplimiento de los deberes paternofiliales es la declaración de desamparo del menor o menores. Se trata de una herramienta propia del Derecho Civil que busca la protección inmediata de aquél o aquellos. Según el art. 172.1.II de nuestro Código Civil, “se considera como situación de desamparo la que se produce de hecho a causa del incumplimiento, o del imposible o inadecuado ejercicio de los deberes de protección establecidos por las leyes para la guarda de los menores, cuando éstos queden privados de la necesaria asistencia moral o material”.

Declarar en desamparo a un menor es una labor que corresponde a la Administración que tiene atribuidas las competencias en materia de protección de menores. A ella se refiere el Código Civil con la denominación genérica de “entidad pública” y en la mayor parte de los casos corresponde a la Comunidad Autónoma, salvo excepciones puntuales como el de las Diputaciones Forales del País Vasco.

La consecuencia inmediata de la declaración de desamparo es la de que, por decisión de la entidad pública y no de un juez o un fiscal, dicha administración asume la tutela del menor y queda suspendida la patria potestad de los padres. La decisión se adopta en un acto administrativo a modo de resolución definitiva tras un procedimiento en el que se comprueban las circunstancias del menor, o incluso de manera cautelar —llamado desamparo provisional— cuando la entidad advierte motivos de urgencia, inmediatamente, sin necesidad de esperar a la completa tramitación del procedimiento administrativo, aunque supeditándola a esa resolución final. La situación declarada de desamparo no tiene plazos, sino que podrá durar tanto tiempo como reste hasta que el desamparado alcance la mayoría de edad. Y finalizará cuando la propia entidad pública considere que las causas que motivaron el desamparo han cesado o se alcance esa mayoría de edad. Durante esa tutela administrativa el menor será trasladado a un centro de protección de menores -acogimiento residencial- o con una familia acogedora —acogimiento familiar— y las relaciones con sus padres quedarán limitadas y reguladas por la entidad pública, o incluso suspendidas cuando la entidad lo considera justificado.

Todas estas decisiones administrativas son controladas por los Fiscales de menores, a quienes la entidad pública debe notificarlas. Aunque, siendo sinceros, las posibilidades de supervisión son limitadas, puesto que la información de que dispone el fiscal de menores es la que la propia entidad pública le transmite y en muy pocas ocasiones hay terceros que aportan datos adicionales de manera espontánea.

Ahora bien, esas decisiones pueden ser combatidas tanto por el fiscal como por los familiares del menor —entre otros— ante los Juzgados de Familia por los trámites que prevé el art. 780 de la Ley de Enjuiciamiento Civil. Ello significa que, en última instancia, la decisión de si el menor debe considerarse en desamparo, de si debe la Administración ejercer su tutela o regresar con su familia, recae en un juez. A él se somete la situación por los trámites del juicio verbal con las especialidades reseñadas en los arts. 749 a 755 del citado texto legal. En ese procedimiento, se insta al Juzgado a que recabe el expediente y las resoluciones impugnadas a la entidad pública para, después, presentar una demanda contra esa Administración para discutir si las decisiones adoptadas son conformes a la Ley y oportunas para alcanzar el interés superior del menor. Aunque el interés superior del menor es un concepto jurídico indeterminado y sólo puede averiguarse caso a caso, la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor (SP/LEG/2321) nos proporciona algunas guías para hallarlo en su artículo segundo. Y uno de esos criterios rectores es el de que el trabajo de la entidad se oriente a la reunificación familiar. Tan sólo en situaciones que se aprecien irreversibles sería lícito optar por medidas que busquen una separación permanente, como el acogimiento preadoptivo o la propuesta de adopción. En este último supuesto, la entidad propone al juez que extinga los vínculos familiares con los progenitores y declare padres del menor a otras personas diferentes de éstos a quienes se considera idóneos. Pero, regresando a los trámites de impugnación de decisiones administrativas en materia de protección de menores, la decisión judicial consistirá en la aprobación o revocación de la decisión. En caso de revocarse la declaración de desamparo, cesará la tutela administrativa y el menor regresará con sus padres cuando se restituya el ejercicio de la patria potestad.

En todos esos procedimientos judiciales siempre interviene el Fiscal, que actuará con autonomía e imparcialidad y se posicionará del lado de la entidad pública o de quienes impugnan la decisión, según considere en cada caso, buscando la satisfacción del interés superior del menor por encima de cualquier otro e intentando provocar la decisión judicial acorde con ese interés.

Por desgracia, la prolongada situación de colapso de buena parte de los juzgados de familia de España no ayuda a que controversias de tal calado sean resueltas en plazos razonables que no perjudiquen al menor. En mi experiencia profesional, he llegado a presenciar que la vista y la sentencia que revoca el desamparo declarado por la entidad pública y restituye al niño con su familia ha venido más de dos años después de haber sido retirado el menor. Ello, sin duda, provoca un daño irreversible en cualquier menor y su familia. En esas circunstancias, el acierto judicial no proporciona la Justicia que nos hemos propuesto alcanzar en el artículo primero de nuestra Constitución. Y es que sanidad y educación no son los únicos servicios públicos que merecen un poco más de atención por parte de todos.

V. El contexto actual de la aplicación de la Ley

En el momento de la redacción de este artículo, los razonamientos que aquí expongo son meramente especulativos. Aún no ha comenzado el curso escolar, aún no hay menores absentistas a causa de padres preocupados por la COVID-19. Las Administraciones competentes no han dado paso alguno respecto a familias. Tan sólo algunas han manifestado sus intenciones o advertencias. Por tanto, a partir de este punto todo lo que se plantea es jurisficción o simple estudio preventivo del Derecho.

Según el art. 3 del Código Civil, las normas jurídicas se aplicarán, entre otros criterios, “según la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas”. En esta realidad social los padres sensatos se encuentran con una confrontación de actitudes responsables como lo son velar por sus hijos y procurarles una educación integral, que recordemos que hemos decidido que será obligatoria en su etapa básica. En circunstancias normales, no se suscitan controversias entre esos dos deberes. De hecho, podrá argumentarse que la decidida colaboración con las autoridades educativas en lo que atañe a los hijos menores escolarizados es una manera más de velar por ellos.

Sin embargo, las circunstancias actuales nos obligan a evaluar en qué medida deben recalibrarse los compromisos de los padres con cada una de esas obligaciones. Porque inevitablemente el decidido activismo con la salud perjudicará a las obligaciones educativas y viceversa. O al menos, esas son las noticias que llegan. La tormenta de datos, estudios científicos y pseudocientíficos, comunicados oficiales, decisiones políticas dispares a lo largo del territorio nacional, decisiones judiciales que dejan sin efecto normas y resoluciones de recursos que las rehabilitan, opiniones de autoproclamados expertos, tertulias de toda clase, tertulianos de la prensa rosa y el espectáculo banal metidos a comentaristas de la actualidad sanitaria provistos de privilegiados altavoces… Si pensamos en las grandes epidemias del medievo o de cualesquiera épocas históricas anteriores a la eclosión del conocimiento científico moderno y los medios de comunicación, el ciudadano se encontraba en la desorientación del desierto. Sin referencias, sin marcas de un sendero en el día ni luces distantes por la noche. En la primera gran epidemia online nos enfrentamos a la desorientación del bosque, de la jungla. De la profusión de información asistemática e incoherente.

Personalmente, reconozco que hay preguntas para las que desconozco si existe un cierto consenso en la comunidad científica: ¿una distancia de seguridad es suficiente para evitar el contagio o el virus permanece flotando en el aire que antes ocuparon personas infectadas? ¿Los niños causan una transmisión vírica a terceros superior o inferior a personas de otras edades? ¿Tenemos un listado exhaustivo de problemas de salud crónicos y agudos que, padecidos al tiempo de contagiarse, auguren una peor evolución de la enfermedad? ¿Las vacunas que se encuentran en fase experimental ofrecen una seguridad frente a efectos adversos o colaterales similar al resto de vacunas que conocemos y se administran habitualmente en nuestra sanidad pública? ¿Las evaluaciones de seguridad sanitaria de los centros educativos se está realizando por personal especializado? ¿Las medidas a aplicar siguen sus directrices?

El ciudadano medio no conoce cuáles son las publicaciones en las que encontrar los estudios científicos más fiables. No tiene formación para indagar en su metodología, ni en el respaldo técnico de los criterios que apoyan sus conclusiones. Tampoco para valorar si las muestras empleadas son suficientes y adecuadas para formular diagnósticos y soluciones generalizables. Muchos ciudadanos sienten verdadero desasosiego al comprobar que insignes instituciones científicas en lugar de certezas se limitan a facilitar estadísticas y porcentajes. Debemos comprender que esa manera de pensar no hace a nuestros paisanos necesariamente ignorantes. De hecho, los coloca en una tesitura comparable a la de Albert Einstein, cuando en una carta escrita en 1926 al físico teórico Max Born, abochornado por el uso de la estadística en la nueva física cuántica exclamó: “Dios no juega a los dados”. Si acepta la broma, podemos decir que la estadística del científico no es como la del jurista, ubicada en un nivel aún inferior. Un porcentaje, resultado de un riguroso estudio efectuado por técnicos o investigadores, puede ser un dato valioso. Cuando su abogado le anuncia la probabilidad de ganar o perder un juicio sepa usted que aprovecha una gran oferta pues, además de un abogado, ha contratado por el mismo precio a un brujo o una pitonisa.

Centrados en hechos y datos oficiales, el índice de la biografía de la epidemia en nuestro país sería algo aproximado a esto:

  1. Según la web oficial del Gobierno de España, el 4 de febrero de 2020 se creó un comité para el seguimiento de la epidemia, cuando aún no suponía un problema general para la salud.
  2. La semana del 9 de marzo de 2020 se detectó un preocupante crecimiento en los contagios de la población y las diferentes autoridades competentes suspendieron actividades colectivas, y suspendieron o alteraron la prestación de servicios públicos para evitar la concentración de personas en espacios reducidos. Surgió un debate social sobre la medida en que eventos recientes pudo influir en la expansión de la infección.
  3. El día 14 de marzo de 2020 se decretó el estado de alarma con un catálogo de medidas que, en lo que ahora me interesa puntualizar, se dirigió a evitar la presencia de personas en espacios públicos salvo para un conjunto de actividades cerradas consideradas imprescindibles. Se previeron sanciones para los infractores.
  4. A finales de abril de 2020 los datos epidemiológicos corroboraron la eficacia de las medidas de reclusión de la población y la limitación de las actividades económicas. En consecuencia, en BOE de 3 de mayo de 2020 y otros sucesivos, se ejecutó normativamente un plan de devolución gradual por fases del ejercicio de las libertades ciudadanas y reanudación de servicios públicos y actividades económicas. Ese proceso de reactivación se denominó coloquialmente con la palabra “desescalada”.
  5. El regreso a la calle y a esas actividades se complementó con normas sobre medidas de prevención como el uso obligatorio de mascarillas en espacios públicos o de uso colectivo y la regulación de negocios, centros de trabajo, ocio y restauración orientadas a evitar niveles críticos de concentración de personas. Por considerar que exceden esos niveles críticos, muchas actividades han sido prohibidas, restringidas al público o severamente limitadas. No obstante, cabe resaltar que la aplicación de las medidas no ha sido homogénea en todo el territorio nacional.
  6. A pesar de las precauciones indicadas en el apartado anterior, las estadísticas oficiales expresan un repunte de los contagios notable a partir del mes de julio. Algunas autoridades han endurecido esas medidas e incluso se han dictado normas por las autoridades autonómicas que han recuperado medidas de restricción de circulación de personas, de discutida adecuación jurídica.

Confiando en que estos hitos en el devenir de la epidemia en nuestro país son pacíficos y que los aspectos controvertidos, si los hubiera, se han señalado como tales no parece justo tachar de irresponsables a aquellos de nuestros paisanos que afirmen haber llegado a las siguientes conclusiones:

  • Que la presencia de una pluralidad de personas en un espacio cerrado supone un riesgo innegable de expansión de la enfermedad.
  • Que el contagio de menores en centros escolares implica, con gran probabilidad, el de aquellas personas que con él conviven pues en entornos domésticos no resulta viable adoptar medidas de prevención similares a las de los espacios públicos. Y, a la inversa, los menores que adquieren el virus en sus domicilios familiares suponen un vector de entrada de la infección en espacios públicos o colectivos, como los escolares, a los que acudan.
  • Que no puede esperarse, pese a los esfuerzos, el mismo nivel de disciplina de un adulto en niños de corta edad y manifiesta inmadurez o en adolescentes que en no pocas ocasiones niegan o justifican sus conatos de rebeldía. Por mi experiencia profesional, sospecho que no son pocos.

Los hechos recientes han demostrado que la drástica reducción de la vida social, las distancias y una dosis de coacción respaldada legalmente han sido útiles para combatir la epidemia. No obstante, cuando el virus amenaza con recuperar el terreno perdido, reiterar las mismas soluciones previsiblemente generarán consecuencias difícilmente reversibles a nivel económico, social y político. Es como esa quimioterapia insistente que llega al punto de trasladarnos al umbral de una muerte segura. Puede que no podamos permitírnoslo.

Y, desde el punto de vista de los propios menores, prolongar la situación de su ausencia en las aulas cuando no estamos preparados para una educación a distancia mínimamente eficaz con esos niveles les afectará muy negativamente a nivel de sus relaciones y su futuro académico y profesional. Suelo emplear la analogía de un famoso videojuego publicado en 1991: los lemmings. El jugador debe utilizar las posibilidades que el juego le proporciona para evitar que esos simpáticos roedores que caminan a paso ligero e incesante hacia caídas mortales, trampas, ahogamientos o fuego fallezcan, haciendo que lleguen a su destino sanos y salvos. No hay pausa posible ni puede ordenarse a los lemmings que reduzcan su marcha o se detengan. Del mismo modo, cuando se trabaja con menores el paso del tiempo resulta ser la gran adversidad. Exige anticipación, planificación, estar muy cerca, vigilar trayectorias y aprender a improvisar soluciones a problemas inesperados. No podemos permitirnos mucho tiempo.

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VI. Absentismo justificado en la epidemia, ¿es delito?

Apartemos la mirada de esa tertulia y no perdamos la perspectiva. Usted no ha venido a estas líneas para juzgar la acción de nuestras autoridades y mis palabras no han sido escritas con la intención de proporcionarle un vehículo para ello. Las anteriores reflexiones son constataciones personales de la percepción que la sociedad tienen de la evolución de la epidemia en nuestro país. De aquellas percepciones que considero pacíficas, al menos en sus aspectos esenciales. Prescindamos de la polémica, de la información no contrastada, la propaganda y los datos que no sabemos interpretar.

El Derecho Penal, que no es sino el resultado histórico de las lecciones aprendidas por los humanos para mantener el orden social utilizando la violencia y la amenaza, hoy ya no pretende castigar el desacierto ni la falta de alineación de los valores de un ciudadano particular con los dominantes en la sociedad en que se integra. El delito previsto en el art. 226 CP, como ocurre con el resto, es la descripción de una conducta que daña o pone en peligro bienes jurídicos que nuestra sociedad considera esenciales para la convivencia y el respeto a los derechos humanos. Además, supone que al ciudadano no se le castiga por su equivocación al valorar unas circunstancias y actuar conforme a su evaluación personal, sino que se le reprocha actuar antijurídicamente pudiendo haberlo hecho de otro modo sin exigírsele para ello unas cualidades heroicas o de sacrificio personal. Nuestra vara de medir, es la del ciudadano medio. Aquel que no es especialmente virtuoso, pero tampoco descuidado. Que se interesa por la información, sin llegar a la obsesión por contrastar, ni tampoco el que se despreocupa por el mundo que habita.

Ese ciudadano medio sabe que han fallecido decenas de miles de personas por la COVID-19 en un corto espacio de tiempo, que la posibilidad de fallecimiento o severa gravedad de la enfermedad, si bien no es lo habitual, tampoco constituye una posibilidad remota. Porque es el conocimiento que se le ha transmitido desde medios e incluso canales oficiales. Al ciudadano se le dice que será castigado si deja de cumplir los deberes legales de asistencia inherentes a la patria potestad. Sabe, porque se lo impone el Código Civil y por ser algo aprendido, que tiene que velar por sus hijos y proporcionarles una educación integral, que incluye una etapa de escolarización obligatoria con arreglo a unos planes de estudios aprobados por las autoridades competentes.

Obviamente, la cuestión jurídica sólo tiene interés cuando la voluntad de los padres de no llevar a sus hijos a clase u oponerse a que vayan existe en un período de tiempo en el que las autoridades educativas no han acordado la suspensión de las clases presenciales regladas.

El primer aspecto muy relevante es el de que no existe el delito de absentismo escolar. Es un delito que se enfoca a aquellos padres (o tutores, guardadores o acogedores) que se comportan respecto a sus hijos con indiferencia en cuanto a las obligaciones reconocidas en la Ley para la protección y desarrollo de éstos. Tan sólo cuando la situación provocada o tolerada de absentismo escolar se encuadre en una dejación de funciones paternas se planteará la concurrencia del delito.

Un segundo aspecto a tener en cuenta es el de que se trata de un delito de actividad por omisión, no de resultado. El Código Penal no requiere un número o tiempo determinado de ausencia en las aulas mínimos computables para el delito, como sí se prevén a modo de tasa de alcoholemia para el delito de conducción bajo los efectos de bebidas alcohólicas en una de sus modalidades o la cuota defraudada para el delito contra la Hacienda Pública.

La SAP Granada antes citada sintetiza que “es criterio de la jurisprudencia menor mayoritaria, que los casos graves de absentismo escolar de menores han de merecer reproche penal a través del tipo del art. 226.1 C.P ., sancionando la inacción de los padres que consienten que tal situación se produjera. El citado principio supone que no debe actuar la sanción penal cuando existe la posibilidad de utilizar otros instrumentos jurídicos no penales para restablecer el orden jurídico”.

El Tribunal Supremo ha tenido la oportunidad de pronunciarse sobre este delito, si bien en una modalidad comisiva diferente a la del absentismo escolar, en su sentencia 1563/1998, de 15 de diciembre (SP/SENT/386032). Expresaba lo siguiente: “La consciencia y voluntad decidida de comportamiento tan irresponsable que evidencia el precedente relato es palmaria constatación del elemento subjetivo del tipo, en tanto que las incidencias antecedentes, concomitantes y consecuentes a la acción nuclear de abandono de los más elementales deberes de la patria potestad para con el hijo menor, evocan sin fisuras una situación de desamparo del niño que, como derivada de tan reprochable, descuidada y reprochable conducta paterna, conforma el elemento objetivo del Delito de Abandono de Familia que, afectante a la libertad y seguridad, comporta una dinámica omisiva-comisiva con efectos permanentes cuya integración normativa de referencia -dada su naturaleza de tipo penal en blanco- la constituyen los arts. del C. Civil reguladores de los deberes inherentes a la patria potestad de cuyo núcleo central irradian con especial intensidad los de sostenimiento, guarda y custodia y educación del sujeto pasivo”.

La exigencia de que no cualquier absentismo será suficiente para rebasar ese umbral de gravedad que justifique la aplicación del Código Penal no puede considerarse en abstracto en circunstancias como la actual. Algunos padres podrán entender que la negativa a que sus hijos acudan al centro educativo no responde a una dejación de funciones paternofiliales, sino a la salvaguarda de la salud de éstos y del resto de la familia. Esta postura no resulta inocua desde un punto de vista penal, sino que el deber de velar por la integridad física se integra en el núcleo duro de las obligaciones de la patria potestad recogidos en el art. 154 CCivil. Al mismo nivel que las de carácter educativo. Y como motivo séptimo, el art. 20 CP declara que está exento de responsabilidad criminal “el que obre en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo”.

En las investigaciones que los fiscales efectuamos en relación a las situaciones de absentismo escolar es frecuente que la línea de defensa consista en la existencia de motivos que los progenitores consideran justificados. Y los relacionados con la salud suelen ser habituales.

La SAP Valencia (sección 2ª) 31/2013, de 9 de enero, estudió el caso de un menor que se ausentó de más de la mitad de las horas lectivas. Describe la historia de un niño que sufrió crisis de ansiedad causados por burlas y desprecios de compañeros de clase. En el juicio se confrontaron, entre otras pruebas, las periciales de la psicopedagoga del centro educativo y una psicóloga que trató al menor. El Tribunal no aceptó la exención de responsabilidad, pero sí una atenuación: “no es irracional ni contraviene la lógica; puesto que la valoración realizada revela que existió temor de los acusados por la salud psíquica e incluso física de su hijo, que ciertamente cual no era insuperable, pero que en las condiciones que se produjeron en el caso examinado, sí es suficiente para la aplicación de la atenuante que realiza la sentencia recurrida”.

En esta difícil ponderación de si existe conflicto de deberes y cuál de ellos debe prevalecer, no albergo duda de que no existirá delito cuando la situación de absentismo sea recomendada por un facultativo médico, documentándose en el correspondiente informe, dada la presencia en el menor de problemas de salud que lo hicieran especialmente vulnerable en caso de contagiarse del COVID-19. En esos casos, las fatales consecuencias de un eventual contagio propiciado por fallos o insuficiencia en las medidas de prevención justifican la reducción del riesgo incluso a costa de la escolarización mientras exista oficialmente declarada una situación de epidemia.

En la mencionada nota de servicio del Excmo. Fiscal de Sala de Menores de 3 de septiembre de 2020 se concluye que “sólo aquellos casos que carezcan de justificación clara y terminante para la exención, aun temporal, del deber de asistencia presencial del alumnado al centro motivarán que el Ministerio Fiscal prosiga sus diligencias a los efectos de ejercitar la acción penal […]”.

En el caso de menores sanos, la actuación del ciudadano debería valorarse con arreglo a tres variables en cada caso:

  1. El estado de la epidemia: Como antes expuse, los ciudadanos toman decisiones con la información disponible. En un escenario creciente de contagios, o en uno estable pero de alto número, el ciudadano apreciará un alto riesgo. Será comprensible entonces que adopte la decisión de no llevar a sus hijos al colegio y debería entenderse justificado desde un punto de vista penal porque estamos tratando el caso de unos padres que cumplen normalmente sus deberes educativos pero consideran que existen circunstancias coyunturales adversas que les impulsan a alterar su comportamiento para protegerlos. No estará, en cambio, justificado cuando las autoridades sanitarias aprecien una tasa de contagios tan baja que no pueda percibirse mayor riesgo de contraer el coronavirus que cualquier otra enfermedad. En esa imagen de imprecisos bordes una buena referencia puede ser la libertad tolerada por las actividades para la realización de otras similares. Por ejemplo, en una hipótesis donde la práctica totalidad de las actividades de ocio colectivo estén vetadas a los adultos -a quienes suponemos más disciplinados y concienciados que a los niños- se entiende que la limitación de la libertad individual y de empresa obedece a la verificación de un riesgo que es igualmente predicable de las clases presenciales colectivas.
  2. Las medidas de seguridad efectivamente implantadas. Los ciudadanos realizan actividades cotidianas como la compra de alimentos, acudir a restaurantes y cafeterías, a centros de trabajo, servicios públicos u otros edificios administrativos o de oficinas, tiendas, talleres, empresas de toda clase. En todos esos lugares observan una serie de medidas y protocolos de obligado cumplimiento a la hora de ser atendidos, de las esperas, de la distribución espacial, la instalación de pantallas u otros sistemas de bloqueo de aerosoles, el control del uso de mascarillas… Si el ciudadano comprueba que en los centros educativos no se han elaborado o instalado esa clase de rutinas u objetos podrá sospechar que el riesgo es más elevado de lo que en este momento resulta socialmente aceptable. Y será legítimo que lo tenga en cuenta para tomar sus decisiones.
  3. La ausencia de otras motivaciones y la conducta orientada a disminuir el impacto negativo del absentismo. En las investigaciones criminales no resulta extraño que los sospechosos justifiquen su actuación en motivos falsos o que se exageran para encubrir otros. Y en los delitos de incumplimiento de deberes familiares la superveniencia de una buena excusa, como la epidemia, resulta un argumento defensivo bastante apetecible. El fiscal investigador debería buscar indicios para descartar que existan otras razones detrás de la conducta. Y, puesto que el delito es doloso y ese dolo incorpora la intención de no cumplir con las obligaciones paternofiliales educativas o, al menos, el desinterés en ellas, también conllevará interés para la investigación verificar si los efectos de la ausencia de los hijos en las clases ha sido suplida o atenuada con medidas de otra naturaleza como la impartición de contenidos en casa, ya sea por profesores particulares, personalmente por los padres, o de otra forma. Tales indicios favorables a los padres investigados deberán ser constatados, que se trate de soluciones temporales sin vocación de permanencia, que sean realmente eficaces y que sean proporcionadas al estado económico y formativo de la familia. Pues muchas no tendrán posibilidad alguna de proveer a sus menores de esta clase de apoyos y esas dificultades no deben perjudicarles desde el punto de vista penal.

En las edades legalmente establecidas, la educación se organiza por las autoridades competentes y su curso es obligatorio. Los argumentos de la percepción social del riesgo o la preponderancia de unos deberes paternos sobre otros no implican necesariamente que el absentismo carezca de consecuencias legales para los padres. Pueden excluir la responsabilidad penal, pero no necesariamente las que se prevén por otras ramas del ordenamiento jurídico.

VII. Absentismo justificado en la epidemia, ¿es por sí sola causa para declarar el desamparo?

La privación del sustento material o moral es la causa del desamparo cuando acaece por el incumplimiento de los deberes paternos. De hecho, es la causa principal o única de declaraciones de desamparo judicialmente confirmadas como, por ejemplo, las estudiadas en las sentencias de la AP de Baleares 232/2006, de 24 de mayo (SP/SENT/93782); AP de Zamora 225/2012, de 28 de diciembre (SP/SENT/709376); AP de Almería 174/2013, de 17 de julio; AP de Ourense 416/2019, de 8 de noviembre; o AP de Madrid 470/2013, de 18 de junio (SP/SENT/728834), por citar algunas.

De hecho, es común que la legislación autonómica expresamente considere la ausencia de escolarización obligatoria habitual de los menores como situaciones en las que apreciarán, en todo caso, el desamparo. Así ocurre, por ejemplo, en Andalucía con el art. 23.1 de la Ley 1/1998, de 20 de abril, de los derechos y la atención al menor (SP/LEG/2331), o en Galicia con el art. 48.4 de la Ley 3/2011, de 30 de junio, de apoyo a la familia y convivencia (SP/LEG/7754). La propia LO 1/1996, de Protección Jurídica del Menor, lo establece así para los casos graves.

Sin embargo, parece que la jurisprudencia de las Audiencias Provinciales exige algo más que la mera inasistencia a clase de los menores, requiriendo que se constaten efectos apreciables en el desarrollo personal. La AP Castellón (sección 2ª) en su sentencia 85/2008, de 11 de junio, trató un asunto en el que “el absentismo escolar del menor es el único dato con posible virtualidad decisiva a los efectos que nos ocupan, por lo reprochable que es en sí mismo considerado, y porque no puede ser denotativo sino de una situación de desatención en el cuidado del menor”. Tras delimitar la prueba de esas ausencias reiteradas y no justificadas a las aulas, señaló lo siguiente: “Ya decíamos que esta errática vida escolar del menor, carente de la continuidad precisa, puede ser denotativa de abandono y despreocupación por parte de los padres; especialmente si la misma no es explicada en medida alguna. Sin embargo, para haber podido asignar a esta circunstancia una relevancia decisiva a los efectos que nos ocupan, se echan en falta determinadas diligencias o comprobaciones adicionales, tales como un informe detallado por parte de la tutora o profesora del menor sobre el rendimiento escolar y la evolución de este, o un informe psicológico sobre el estado de desarrollo psíquico e intelectual del menor. No consta que el menor sufra un retraso relevante en su formación y aprendizaje, ni que no tenga un desarrollo intelectivo y emocional acorde con su edad”. Como consecuencia de ese razonamiento, el Tribunal estimó el recurso de la madre y revocó la declaración de desamparo de la entidad pública.

No se viene exigiendo la constatación de esos efectos cuando, además de la situación de absentismo falta incluso la escolarización, entendida ésta como la matriculación y adscripción del menor a un centro educativo en edad obligatoria. La SAP Málaga 1363/2004, de 17 de diciembre, estimó el recurso del Ministerio Fiscal contra el auto del juzgado de familia que revocó el desamparo: “cuando los padres, como en éste caso, no es que sean incapaces de adoptar las medidas convenientes para la correcta escolarización de sus hijos, sino lo que es más grave, que se despreocupan totalmente de ellas; es necesario adoptar las medidas solicitadas por el Ministerio Fiscal para garantizar el derecho a la educación de los menores, y acceder a la petición, que no supone la declaración de desamparo, de que se adopten medidas de escolarización de los menores  y que los mismos sean tutelados por la Entidad Pública que asuma la guarda judicial de los menores y su ingreso en la modalidad de acogimiento residencial en centro de protección en el que se garantice su derecho a la educación”.

La respuesta a la pregunta es sí: el absentismo escolar considerado aisladamente es motivo de desamparo. No obstante, en mi opinión el planteamiento de las situaciones de desamparo en casos de absentismo en los que los padres se amparan únicamente en el riesgo de contagio del COVID-19 se circunscribe a supuestos “de laboratorio” o a casos muy graves, cuasi patológicos que revelan otras causas concurrentes para declararlos.

Ahora bien, como Fiscal de menores, considero que el esquema de protección introducido por la Ley 26/2015, de 28 de julio, de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia (SP/LEG/18211), está resultando deficientemente implantado puesto que está extendido que las autoridades encargadas de dictar las denominadas “declaraciones de riesgo” del art. 17 de la Ley Orgánica 1/1996, de protección jurídica del menor, eluden su obligación de hacerlo y se limitan a reconocer unas circunstancias que conducen directamente al desamparo. Con arreglo a ese esquema, la declaración de riesgo supone un estadio intermedio, previo a la declaración de desamparo, que implica la puesta en marcha de un programa de intervención social y educativo tendente a corregir los factores de riesgo para el menor. Supone un trabajo que pretende, en primer lugar, evitar que llegue a producirse el desamparo y, en caso de no lograr sus fines, agilizar la declaración del mismo y la consiguiente adopción de medidas para proteger al menor.

La falta de compromiso con esa disposición legal y de esfuerzos de coordinación, denunciadas en las memorias de la unidad central de menores de la Fiscalía General del Estado desde 2017, es un buen argumento contra las declaraciones de desamparo que no se basan en otras razones ni en motivos de urgencia. Podría considerarse que esas declaraciones de desamparo son desproporcionadas, e incluso, toleradas por las Administraciones que no cumplieron con el deber impuesto por la normativa en materia de protección de menores.

VIII. La educación alternativa en casa

En estas circunstancias se vuelve a plantear el llamado “home schooling”, consistente en que sean las familias quienes ejecutan la actividad formativa de sus menores, sin asistir a colegios e institutos ni seguir la programación de contenidos por ellos marcada. Se trata de una práctica admitida en algunos países de nuestro entorno, aunque generalmente sometida a condiciones y evaluaciones por parte de la Administración.

En nuestro país escasean los pronunciamientos judiciales sobre la cuestión. El Tribunal Constitucional estableció en su sentencia 133/2012, de 2 de diciembre, que el derecho de los padres a que sus hijos reciban la convicción religiosa y moral por ellos elegidas no se extiende al punto de rechazar su escolarización y prestarla directamente, al margen de la educación reglada. El Tribunal avala de esta manera la constitucionalidad de la norma que impone legalmente el deber de escolarización, declarando que no vulnera derechos fundamentales. La sentencia recoge la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que ha declarado que los propósitos de instrucción de contenidos y formación ciudadana no pueden “ser satisfechos en la misma medida por la educación en el propio domicilio, incluso en el caso de que ésta permitiera a los niños la adquisición del mismo nivel de conocimientos que proporciona la educación primaria escolar… no es errónea y que cae dentro del margen de apreciación que corresponde a los Estados signatarios en relación con el establecimiento y la interpretación de las normas concernientes a sus correspondientes sistemas educativos” (caso Konrad v. Alemania, Decisión de admisibilidad de 11 de septiembre de 2006, núm. 35504-2003).

A nivel penal, el home schooling no implica automáticamente la comisión del delito previsto en el art. 226 CP. En opinión del Fiscal Pedro Díaz Torrejón, “no sería el requisito formal de la escolarización lo que motivaría la presencia o no de la conducta típica. El deber de educación, desde la perspectiva penal, puede no incumplirse por la no escolarización del menor, si a cambio ha recibido una formación efectiva que le ha permitido el desarrollo de sus facultades intelectuales[1]. La actual construcción técnica del concepto del delito exige que, para que exista castigo, la comisión de un hecho descrito en la Ley como tal debe llevar aparejada, además de ese concepto de contrariar la norma al que llamamos antijuricidad formal, la efectiva lesión o puesta en peligro relevantes del bien jurídico protegido. Se trata de la llamada antijuricidad material. La STS 802/2016, de 26 de octubre (SP/SENT/876625), lo resumen de la siguiente manera: “Toda conducta delictiva comporta un contenido de antijuricidad material que resultará desplazado cuando en función de la ponderación de los intereses en presencia, a pesar del resultado típico, concurra una causa de justificación, de forma que el bien jurídico deja de estar protegido por la norma penal en el caso. Ello no solo sucede cuando concurre una causa de justificación sino igualmente en los supuestos de falta de tipicidad de la conducta por ausencia de antijuricidad de la misma por no lesionar el bien jurídico protegido o por ser la lesión irrelevante”.

Por ello, cuando los padres no cumplen con su deber de escolarizar pero sí con el de proporcionar a sus hijos educación y formación integral, aun cuando no se haya hecho con arreglo a la Ley, debe descartarse el delito si los menores no sufrieron riesgo para su socialización y futuro académico o profesional.

A una conclusión diferente nos conduce la pregunta de si la educación en casa, cuando implica la falta de escolarización, puede justificar una declaración de desamparo. La LO 1/1996, de protección jurídica del menor determina en su art. 18 que existe situación de desamparo cuando se aprecie con suficiente gravedad “la ausencia de escolarización o falta de asistencia reiterada y no justificada adecuadamente al centro educativo y la permisividad continuada o la inducción al absentismo escolar durante las etapas de escolarización obligatoria”. Así, por ejemplo, en Andalucía, la Orden de 19 de septiembre de 2005 establece que “se considerará que existe una situación de absentismo escolar cuando las faltas de asistencia sin justificar al cabo de un mes sean de cinco días lectivos en Educación Primaria y veinticinco horas de clases en Educación Secundaria Obligatoria, o el equivalente al 25% de días lectivos o de horas de clase, respectivamente”. Pero tales magnitudes anticipan, por mucho, la barrera admitida en la práctica de de las entidades públicas para declarar el desamparo, que exige que esa situación sea grave.

IX. Conclusión

El ciudadano tiene la obligación de seguir las indicaciones de la autoridad educativa, y esta última dispone de medios legales para hacerlas cumplir. Es obligación de ésta prestar el servicio público en condiciones de salubridad y de suspender la asistencia a los centros educativos cuando tenga conocimiento de que el peligro desborda sus posibilidades de control. En caso contrario, esa autoridad puede incurrir en responsabilidades penales. Sin embargo, la simple desobediencia de esas indicaciones por parte de los ciudadanos no puede conllevar automáticamente la comisión de un delito, figura reservada para los casos más graves. Pero que no se incurra en delito no implica que no existan otras consecuencias legalmente admisibles. Esta advertencia se dirige especialmente a aquellos lectores sin formación jurídica que pudieran acudir a este artículo impulsado por los acontecimientos actuales.

Mayor facilidad existe para apreciar el desamparo y declararlo. Las normas autonómicas contienen, en la mayoría de los casos, previsiones que relacionan absentismo y desamparo. Al no tratarse de derecho sancionador, ni mucho menos con el nivel de garantías del proceso penal, no se acude a criterios como el del “ciudadano medio” para evaluar si el comportamiento de los padres merece el reproche y reeducación mediante la imposición de la pena legalmente prevista. El fundamento es la protección del menor y la medida no la marca la actitud de los padres sino las necesidades del niño.

Ahora bien, cuando descendemos a la realidad práctica se hace difícil pensar en que las ausencias motivadas por el miedo al contagio vayan a convertirse en corto plazo en motivo aislado de procesos penales o declaraciones de desamparo. Para que el absentismo escolar pueda desencadenar esa clase de repercusiones debe ser prolongado en el tiempo. Eso implicaría que las divergencias entre los padres asustados, que no llevan o se oponen a que sus hijos acudan a clase, y las autoridades educativas, que deciden abrir o cerrar las aulas, serán en la mayoría de los casos transitorias. Tan pronto como los plazos de incubación del virus y revelación de síntomas de la enfermedad confirmen o nieguen los temores de los padres, las autoridades educativas previsiblemente suspenderán de nuevo la actividad presencial. Y ese tiempo de reacción estadística desde la producción efectiva del contagio -que parece situarse en un par de semanas aproximadamente- resulta manifiestamente insuficiente como para que pueda hablarse de una situación sostenida de absentismo escolar.

Mi opinión profesional es la de que sólo correrán riesgo de incurrir en responsabilidades penales o consecuencias civiles de protección de menores los casos en que:

  1. El riesgo de contagio se utilice como coartada para encubrir una situación de dejadez o negligencia que obedezca a otros factores de riesgo para los menores.
  2. La conducta de los padres resulte patológica, de tal manera que el miedo al contagio resulte exagerado o desproporcionado en relación a la percepción social y la información epidemiológica de la región donde reside el menor. En este supuesto, podría aplicarse una atenuación de la responsabilidad penal por remisión incompleta al miedo insuperable (art. 21.1ª en relación con el 20.6º CP). Y en el caso del desamparo, probablemente invitará a la entidad pública a explorar la situación de salud mental de los padres para verificar si constituye otro factor más de riesgo a evaluar.

Fuera de esos niveles de gravedad, los colectivos de padres desconfiados de las directrices de las autoridades educativas generarán muy posiblemente desajustes organizativos e incumplimientos normativos en los primeros compases de la vuelta a las clases que, jurídicamente, tendrán consecuencias administrativas pero no alcanzarán relevancia penal o de protección de menores. Y pronto se desvanecerán, bien porque los datos demostrarán que los medios y protocolos implementados resultaron adecuados y suficientes y el virus no tuvo posibilidad de extenderse por los centros educativos, o bien porque revelarán lo contrario y será preciso suspender la actividad presencial. Por el bien de todos, espero que sea la primera hipótesis la que prospere.

[1]     Pedro Díaz Torrejón, Posición del Fiscal ante el absentismo escolar. Centro de Estudios Jurídicos.