Los criterios ESG (por su siglas en inglés, “Enviromental, Social y Governance”), hacen referencia a aquellos factores que convierten a una empresa en sostenible en atención a una serie de compromisos sociales, ambientales y de buen gobierno; todo ello, sin desatender los criterios financieros.
En concreto, los criterios ESG comprenden los siguientes aspectos:
En los últimos años, la exigencia social por estos factores ha ido incrementando progresistamente. Así pues, lo cierto es que, dentro del ámbito empresarial, los criterios ESG tiene ya importantes repercusiones en aspectos reputacionales de la empresa, en su capacidad de atraer a los inversores y, por extensión, en la viabilidad del negocio.
Paralelamente, en el último periodo, las diversa administraciones (en especial, las instituciones europeas) han venido introduciendo una amplia lista de normas enfocadas en adaptar las empresas a este nuevo entorno de sostenibilidad, llegando incluso a condicionar el acceso de las licitaciones públicas o las diversas ayudas (por ejemplo, los fondo europeos) al cumplimiento por parte de las sociedades de ciertos hitos vinculados con los criterios ESG.
En este contexto, hablar de sostenibilidad se ha convertido en sinónimo de un entorno dinamizador y transformador que, lejos de atender a una moda coyuntural, condicionará la evolución de la economía en el largo plazo. Lo cierto es que los criterios ESG se configuran cada día más como un motor de crecimiento porque planean una política transversal: el propio concepto de ESG aúna tres elementos fundamentales (medio ambiente, ámbito social y buen gobierno) que, juntos, afectan a todos los campos de la política pública y de la vida empresarial.
Como contrapartida, hablar de sostenibilidad se ha convertido igualmente en sinónimo de un tsunami regulatorio, que exige someter a las empresas a un proceso de adaptación y exigencias normativas, donde la interacción público-privada resulta clave y necesaria, pero no muchas veces eficiente. Esta situación puede suponer un obstáculo para alcanzar el cambio real.
En este contexto, se plantea la eterna dicotomía entre las garantías que debe ofrecer el ordenamiento jurídico, frente a la celeridad en dar respuestas. Ambos conceptos, garantía y celeridad, han sido vistos como conceptos antagónicos, muchas veces incompatibles. Sin embargo, no necesariamente debe ser así.
En este sentido, la UE está realizando importantes esfuerzos normativos en introducir y supervisar los activos sostenibles. Estos cambios normativos, cuya importancia no está en discusión, deben ir acompañados de una normativa procedimental que haga posible su ejecución.
Dicho en otras palabras, de nada sirve establecer objetivos sustantivos ambiciosos si no los dotamos de mecanismos para su implementación ¿Qué es más importante, una idea o su ejecución? La respuesta es clara, ambas son importantes y necesarias.
En el caso de España, uno de los grandes problemas respecto a los mecanismos de implementación es que las Administraciones Públicas siguen muy condicionadas por organizaciones rígidas, que se estructuran a partir de un modelo divisional, que reparte las responsabilidades en departamentos. Tal modelo divisional resulta extremadamente costoso en términos de eficacia y eficiencia, y poco proclive a construir un enfoque transversal, tan necesario cuando se habla de ESG.
Estas carencias del modelo español son particularmente acuciantes cuando afectan a materias vinculadas con la sostenibilidad, que, por su propia naturaleza, exigen un enfoque interadministrativo multidisciplinar. Véase a modo de ejemplo la dualidad de competencias administrativas que concurre en diversas normas vinculadas a trámites medioambientales. Tales normas exigen, para la implementación de determinadas actividades, un proceso de autorizaciones y permisos, que suele requerir informes/consultas de dos o más administraciones. Esto, como norma general, lo convierte en un trámite extenso que puede durar incluso varios años.
Consecuencia de lo expuesto, muchas veces la finalidad perseguida (garantizar y preservar el medioambiente en la actividad implantada) se ve truncada por los dilatados tiempos de espera y obstáculos burocráticos, que hacen imposible implementar la actividad, desistiendo el interesado del proyecto.
El objetivo no es prescindir de las garantías o los trámites administrativos, sino crear un ecosistema donde esos procedimientos se gestionen de forma eficaz y eficiente, buscando fórmulas institucionales que, abandonando un modelo tradicional estático, adopte un modelo transversal dinámico, donde se creen equipos interdisciplinares que giren en torno a un proyecto o programa.
¿Acaso no sería más eficiente la creación un equipo ad hoc, donde participen los representante de las distintas administraciones implicadas, para dirimir la implantación de un proyecto concreto? Esta modalidad resolvería varios de los problemas a los que se enfrenta el administrado (por ejemplo, el tiempo de espera en los traslados entre diferentes administraciones, la falta de comunicación e interacción entre distintos departamentos, posibles resoluciones contradictorias).
En el mismo sentido, la existencia de un equipo interdisciplinar, conformado por distintas administraciones, podría generar sinergias. Así pues, la ventaja de generar un equipo interdisciplinar radica en que cada miembro aporta al conjunto los conocimientos y habilidades, y a la vez se complementa con los demás. La necesidad de logar metas comunes podría ofrecer soluciones efectivas en la tramitación del expediente. A modo ejemplo, se podría poner en común las posibles lagunas o dudas interpretativas de las normas afectadas o sobre la delimitación competencial de las distintas Administraciones Públicas.
Todos estos extremos, lejos de ser infrecuentes, son cuestiones habituales que suelen surgir en la tramitación de estos expedientes y podrían verse solucionados con un modelo más dinámico como el aquí planteado.
Si bien se han realizado intentos de solventar estos problemas como, por ejemplo, Decreto-ley 36/2020, de 30 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, lo cierto es que son medidas tímidas que precisan de cambios más ambiciosos y estructurales.
En conclusión, unos objetivos normativos sustantivos ambiciosos en sostenibilidad deben ir acompañados con unos cambios igualmente ambiciosos de implementación y ejecución. Lo cierto es que no se puede afrontar problemas del siglo XXI, como es la sostenibilidad, con modelos estáticos e ineficientes. El futuro de la adopción efectiva de una economía sostenible depende de ello.