Tal como expresa la Ley 5/2012, de 6 de julio, de Mediación en asuntos civiles y mercantiles, “Se entiende por mediación aquel medio de solución de controversias, cualquiera que sea su denominación, en que dos o más partes intentan voluntariamente alcanzar por sí mismas un acuerdo con la intervención de un mediador”.
Los requisitos que deben darse en toda mediación son: voluntariedad, libre disposición, igualdad de partes, imparcialidad y neutralidad de las personas mediadoras y confidencialidad de todas las partes.
La mediación puede darse en cualquier ámbito jurisdiccional, sin embargo, en este caso voy a referirme a la mediación familiar y por extensión al ámbito de la violencia y las implicaciones que puede tener, a la mediación penal.
La Ley 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, en su artículo 44 modificó el art. 87 ter de la Ley 6/1985, de 1 de Julio del Poder Judicial, en cuanto a las competencias de los Juzgados de Violencia sobre la Mujer, que termina en su apartado 5 diciendo “En todos estos casos está vedada la mediación”. Como sabemos, los Juzgados de Violencia sobre la Mujer serán competentes tanto en el orden penal como en el civil cuando concurra “alguno de los delitos recogidos en los títulos del Código Penal relativos a homicidio, aborto, lesiones, lesiones al feto, delitos contra la libertad, delitos contra la integridad moral, contra la libertad e indemnidad sexuales o cualquier otro delito cometido con violencia o intimidación, siempre que se hubiesen cometido contra quien sea o haya sido su esposa, o mujer que esté o haya estado ligada al autor por análoga relación de afectividad, aun sin convivencia, así como de los cometidos sobre los descendientes, propios o de la esposa o conviviente, o sobre los menores o incapaces que con él convivan o que se hallen sujetos a la potestad, tutela, curatela, acogimiento o guarda de hecho de la esposa o conviviente, cuando también se haya producido un acto de violencia de género”.
Así, aunque no todas las leyes y reglamentos de Mediación Familiar aludan a la prohibición de la mediación en casos de violencia de género, la misma está vedada por la propia ley integral contra Violencia de Género y por la Ley Orgánica del Poder Judicial.
Por otra parte, el Convenio de Estambul en su artículo 48 contiene una prohibición de mediación refiriéndose a la mediación obligatoria “Prohibición de modos alternativos obligatorios de resolución de conflictos o imposición de condenas”, con lo cual, no se prohíbe la mediación, pero sí que esta sea un modo alternativo obligatorio de resolución de conflictos. En nuestro país, como sabemos el proceso de mediación es voluntaria.
Las razones que no se explican en el articulado de la normativa sí se pueden traslucir de las características o requisitos de la mediación.
En la violencia de género se genera una relación de poder y sumisión entre maltratador y víctima que impide la mediación. Así, no sabríamos si hay voluntariedad en una mediación en que una de las partes, la víctima, puede estar sometida a la otra, si las personas mediadoras no están seguras de la voluntariedad, nunca deberían llevar a cabo una mediación. En segundo lugar, la libre disposición, el derecho civil es disponible, pero no así el derecho penal, por tanto, no podríamos hablar de libre disposición mientras esté pendiente un proceso penal. En tercer lugar, la igualdad de partes. Este es casi el requisito más difícil de cumplir. En un supuesto de violencia de género, doméstica y familiar, el desequilibrio que se da entre las partes que han establecido una relación de poder entre ellas impide llegar a acuerdos válidos.
Para que fuera posible la mediación en estos casos, sería necesaria una evaluación psicológica previa de las partes, para ver el alcance de la desigualdad o desequilibrio y, en su caso, una terapia de empoderamiento de la víctima y, sin duda, una terapia también con la persona que ha llevado a cabo conducta delictiva. Debe romperse la relación de poder-sumisión que rige la relación con las partes para que esta pueda ser en igualdad y así poder negociar acuerdos en los términos establecidos para una mediación correcta.
Esto sería en cuanto a los requisitos de la mediación familiar en sí, pero también hay que tener en cuenta que, si se ha cometido un delito de los de violencia de género, además de la pena principal, se impondrá una orden de alejamiento y una prohibición de comunicación del condenado con la víctima, por tanto, sería imposible la mediación mientras estén vigentes estas penas. Si el delito está siendo investigado, es posible también que en función del riesgo objetivo que se constate, se imponga una medida de alejamiento que también haga imposible la mediación. La mediación necesita de las partes y una persona mediadora, que “estará en medio” de estas para facilitar que sean ellas mismas las que lleguen a un acuerdo. Si las partes en el conflicto no pueden estar presentes por una imposible comunicación y acercamiento, no hay posibilidad de estar en medio de nada ni nadie.
Me pregunto, en este caso, si sería posible llevar a cabo una mediación cuando las prohibiciones no estuvieran en vigor. Una vez resuelto el proceso penal, si no hubiera condena se levantarían las medidas de protección y —siempre de manera voluntaria y en igualdad de partes— ya sería posible llevar a cabo una mediación. Y si hubiera condena, habría que esperar a la pérdida de vigor de las medidas, momento en que habría que evaluar la posibilidad de resolver los conflictos que queden pendientes mediante la mediación familiar.
Entendemos la prohibición general de mediación en supuestos de violencia por las causas analizadas más arriba. Sin embargo, cuando se está ante un proceso de separación o divorcio y surge una única conducta de maltrato en la que no se ha establecido un desequilibrio de partes, pero es aplicable la ley, se priva a estas de resolver el conflicto familiar a través del proceso de mediación en el que se van a establecer nuevos y mejores canales de comunicación y se va a atender no solo a las necesidades de las partes sino a las de sus descendientes, en caso de que los hubiera. Especialmente, habrá una víctima y un agresor, pero se priva a ambas de este método de resolución de conflictos en el que podrían decidir en común sobre los acuerdos a tomar. De alguna manera, esta protección del Estado que se lleva a cabo a nivel general para cualquier caso de violencia física, psíquica o verbal, produce una revictimización, ya que impide a la víctima ser parte de su propio proceso y tomar sus decisiones, pues ya se ha tomado por ella la decisión de que es una víctima y una institución pasará a decidir por ella.
Tampoco es mi intención posicionarme en este sentido sino llamar la atención sobre de qué forma las medidas coercitivas frente a la violencia de género no solo perjudican a la parte que las ha provocado sino también a la víctima. Y por supuesto, en casos de delitos graves o de maltrato habitual, considero imposible e innecesario plantear una mediación familiar para resolver ningún asunto entre las partes.
La mediación penal se ha implantado en España principalmente en materia de menores responsables, lo que se llama justicia restaurativa. Es una posibilidad para que la víctima se vea restaurada en sus derechos tras la comisión del delito; por un lado, porque la persona que ha cometido el delito le pediría perdón y, por otro lado, porque se facilita el proceso de responsabilidad civil derivada del delito. Pero la mediación penal no afecta en realidad más que al delito cometido (o a los delitos si son varios), y no tendría efectos sobre el conflicto civil; por lo tanto, no resolvería el ámbito de la mediación familiar.
En todo caso, no es una mala solución la mediación penal siempre que hubiera también una evaluación psicológica previa para estar seguros de que ambas partes están preparadas para llevar a cabo el proceso mediador y de esta manera podrían decidir de qué manera resarcir el daño producido.
Ante la pregunta de si es posible llevar a cabo de alguna manera una mediación en un supuesto de violencia de género, quedaría la posibilidad de llevar esta a cabo mediante “caucus” o reuniones individuales de la persona mediadora con cada una de las partes, a fin de resolver el conflicto y tomar acuerdos con estas por separado. Las reacciones han sido diversas y me gustaría compartirlas porque entiendo que plantear estas dudas no nos lleva a resolverlas, pero sí a avanzar en su solución, muchas veces creando nuevas preguntas que un día, espero, podamos contestar.
Algunas personas mediadoras han entendido que esto no podría llamarse mediación —no estás en medio de dos partes si no se reúnen— sino encuentros restaurativos. Además, consideran que para llevar esto a cabo el victimario debería reconocer el delito, estar arrepentido y tener voluntad de reparar el daño y la víctima tendría que estar preparada emocionalmente para afrontar el proceso. Otras personas hablan de negociación asistida y no mediación al no poder la persona medidora hacer de intermediaria en el encuentro de las partes, por no haber encuentro real. Otra respuesta con la que no podría estar más de acuerdo es: hay que tener mucho cuidado y muchísima experiencia. También alguien tiene en cuenta la distinción entre una conducta única de maltrato y un maltrato habitual, caso en que nunca llevaría a cabo una mediación.
Actualmente, tal y como está regulada la mediación y lo que dice la Ley, no es posible realizar ningún tipo de mediación entre personas que están involucradas en un proceso de violencia de género, doméstica o familiar. En el caso de que según las circunstancias se valorara la posibilidad de hacer mediaciones familiares, creo que deberían llevarse a cabo por personas muy cualificadas con formación no solo en mediación familiar sino en violencia de género, que pudieran hacer frente a cualquier vicisitud que pudiera darse en el proceso mediación. Incluso creo que sería necesario llevarse siempre a cabo en comediación, es decir, con la presencia de, al menos, dos personas mediadoras.