El pasado 3 de abril, Ángel Hernández asistió al suicidio a su esposa, María José Carrasco, aquejada de esclerosis múltiple, una enfermedad degenerativa terminal y con una muy escasa o nula calidad de vida, pues la morfina había dejado de hacerle efecto y los médicos estaban buscando otra medicación para paliar sus dolores.
María José ya había manifestado en varias ocasiones su deseo de morir y, de hecho, lo intentó en una ocasión en que aún podía valerse por sí misma, pero su marido la encontró agonizante y salvó su vida. Incluso en ese momento, uno de los últimos brotes de la enfermedad, llegó a solicitar una sedación definitiva, pero solo le ofrecían una leve y ella no quería dormir sino morir.
El 2 de abril, Ángel preguntó a su esposa si quería morir y ella contestó que sí. Así, el 3 de abril, él volvió a preguntarle si quería morir y le dijo que tendría que ayudarla a lo que ella volvió a asentir. Le ofreció un vaso con una pajita que contenía la sedación letal y ella, voluntariamente, bebió de la misma para terminar con su vida.
Estos son los hechos que hemos podido conocer a través de diferentes medios de comunicación a lo largo de estos días y que han puesto otra vez la eutanasia en la mesa de nuestros políticos y legisladores.
Un giro que quizá no se esperaba en este caso: el Juzgado de Instrucción número 25 de Madrid, al que le ha correspondido la competencia para instruir el caso por haber sido quien llevó a cabo el levantamiento de cadáver y estaba de guardia cuando se conocieron los hechos, ha anunciado la inhibición en favor del Juzgado de Violencia sobre la Mujer.
La inhibición, se anuncia en la prensa, pues no hemos tenido acceso a la misma, se hace en base a dos motivos: La ley contra la violencia de género y la doctrina del Tribunal Supremo, pues, entiende la Jueza, cualquier acto violento hacia una mujer por parte de su pareja o expareja debe ser considerado violencia machista «con independencia de cuál sea la motivación o la intencionalidad» tal como estableció la reciente Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de diciembre de 2018, que comentamos recientemente en este mismo blog.
Si estudiamos el caso con más detenimiento, tan solo acudiendo al art. 14 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, en su apartado 5 sobre la competencia de los Juzgados de Violencia sobre la Mujer, atribuye en la letra a) del mismo «La instrucción de los procesos para exigir responsabilidad penal de los delitos recogidos en los títulos del Código Penal relativos a homicidio, … (…) siempre que se hubiesen cometido contra quien sea o haya sido su esposa…».
Los hechos, según la propia Jueza de Instrucción, pueden tener su encaje en el delito de cooperación al suicidio, delito que se recoge en el art. 143 del Código Penal, que se encuentra en el Título I-Del homicidio y sus formas, del Libro II del texto punitivo.
Sin entrar en conflictos teóricos sobre si el delito es o no es violencia de género, el encaje en la competencia del Juzgado de Violencia sobre la Mujer es claro, pues es un delito recogido en el título del Código Penal relativo al homicidio y se ha cometido contra la esposa. Ese único matiz, quizá, merecería que lo investigara el Juzgado de Instrucción y no el de Violencia, pues el delito se ha cometido «a favor» de su mujer y no «contra» ella.
En todo caso, que la Instrucción corresponda a uno u otro órgano jurisdiccional no quiere decir que estemos ante un acto de violencia de género. Los hechos se están investigando, aún están pendientes de calificación por un tipo penal y aún puede ocurrir cualquier cosa. Lo primero que puede suceder es que el Juzgado de Violencia sobre la Mujer rechace la inhibición porque entienda que el caso no es de su competencia y sea la Audiencia Provincial de Madrid la que decida qué Juzgado debe instruir el caso.
Y mientras tanto, se debería seguir debatiendo sobre la eutanasia o el derecho a una vida —y una muerte— digna, que es un tema muy para tener en cuenta. Si la cooperación al suicidio no estuviera recogida en el Código Penal, no tendríamos problemas de competencia.