Jubilare es una iniciativa del Colegio de Registradores de España en la que están implicados varias decenas de profesionales del máximo nivel, con el fin de abordar uno de los retos más importantes de nuestra sociedad, cual es la del envejecimiento progresivo de la población. Aunque sea una cuestión recurrente, objeto de atención por entidades públicas y privadas de todo tipo, la singularidad que tiene Jubilare reside en su enfoque, que quiere estar basado no solo en los problemas, sino, en especial, en las oportunidades que tal realidad plantea para los mayores y, sobre todo, para el conjunto de la sociedad.
Somos conscientes de que hablar del colectivo de las personas mayores es una abstracción y una generalización, probablemente excesiva. Hace tiempo que parece existir cierto acuerdo en situar los 65 años como el inicio de esa época de la vida, lo que, por un lado, resulta chocante, pues muchas personas de 65 o 70 años no se ven, ni mucho menos, como mayores; por otro, implica que nos hallamos ante un colectivo resulta muy heterogéneo. Si aceptamos este punto de partida y teniendo en cuenta los avances médicos y la alta expectativa de vida que existe en nuestro entorno cultural, particularmente en España, se trata de personas que están en una etapa vital que puede alargarse dos o tres décadas; fácil es comprender que las expectativas, proyectos y necesidades pueden ser muy distintas con 65 años y buena salud, que con 95 y una situación de dependencia y necesidad de cuidados intensa. Igualmente serán muy diversas las aportaciones que la sociedad puede esperar de unos y otros y los reclamos que de esta se puedan esperar.
Como consecuencia de esta heterogeneidad, no es tarea fácil la de sintetizar los asuntos que se deben abordar en una iniciativa como la de Jubilare. Sin duda, una de las mayores preocupaciones que nos asaltan en el asunto que nos ocupa tiene que ver con la situación de vulnerabilidad y de dependencia física y emocional, sobre todo de los llamados grandes mayores, incluyendo en este grupo a quienes superan los 80 años. Las necesidades de cuidado y de apoyo físico y psicológico, la soledad tantas veces no deseada en la que se encuentran muchos de ellos, la sensación de abandono o de que ya no sirven, que no pocas veces padecen, tiñen de una pátina sombría esta etapa de la vida.
Pero si ampliamos el espectro por abajo hasta llegar a los mayores de 65 años, parece ineludible aludir a la extendida sensación de falta de adaptación a un mundo en el que cada vez se sienten más enajenados; parafraseando a Stefan Zweig, el sentimiento de que su mundo es ya es el mundo de ayer. La llamada brecha digital es un buen ejemplo de ese sentimiento de enajenación, pues, como experimentamos cada día, los servicios públicos y privados se virtualizan a ritmo acelerado, obligando a las generaciones que no nacimos ni crecimos con ello a dialogar en un idioma completamente distinto del que aprendimos a lo largo de décadas; existe una presunción de que debemos adaptarnos, parece que por arte de magia o, en todo caso, cada uno como pueda y, lo que resulta más grave, de que quien no logre ese acomodo debe pechar con la responsabilidad correspondiente. Esa premisa implica una clara discriminación de las personas con menos recursos económicos y personales, pues no cabe duda de que cuando se tiene una edad la adaptación es más difícil y requiere de un apoyo social y económico que, o bien no existe o no es suficiente. Pero es que, además, ese cambio tan radical al que tantos no se pueden adecuar conlleva, en más ocasiones de las que parece, la pérdida efectiva de derechos por imposibilidad o grave onerosidad para su ejercicio. Nada justifica, por ejemplo, que a una persona de 65, 75 u 85 años se le imponga la tramitación electrónica de sus peticiones o sus reclamaciones, o que se de por sentado que se le puede comunicar una cita importante, a través de mensaje en un móvil o de un WhatsApp; baste pensar que en muchos lugares de nuestro país ni siquiera tienen buena cobertura de móvil, ni un correcto acceso a Internet. Pero más allá de esta circunstancia estructural, en absoluto irrelevante, es de justicia considerar que quien ha llegado a esa edad relacionándose con el mundo de determinada manera tiene derecho a que se le permita seguir actuando con las cartas de toda la vida; tiene derecho, por ejemplo, a las llamadas de teléfono y a la atención personalizada, tanto en el ámbito privado – los bancos, muy singularmente- como en la esfera pública, de la que estas personas son, las más de las veces, acreedoras y no deudoras.
Otro de los puntos sobre los que se quiere reflexionar en Jubilare es el talento senior, algo totalmente desaprovechado en nuestro día a día. Existe una cierta convicción de que la persona que ha llegado a cierta edad quiere y debe abandonar la actividad laboral por dos razones fundamentales: la primera, porque prefiere y tiene derecho a descansar después de toda una vida de trabajo; la segunda, porque ha de ir dejando hueco a las personas más jóvenes, puesto que el mercado de trabajo no es infinito y es especialmente duro para las generaciones jóvenes. Ambas premisas pueden darse por válidas, lo que no evita que resulte totalmente insatisfactoria la idea de que el trabajo es únicamente el ejercicio de una labor o profesión remunerada por la empresa o la Administración o realizada a través de las ganancias de tu propia actividad autónoma. Trabajo es, igualmente, el que se hace en el seno del hogar, aunque no se pague, y es también el que hacen los mayores en el seno de las familias o de las pequeñas empresas familiares ayudando a las generaciones más jóvenes; trabajo es el esfuerzo que muchas personas realizan una vez jubiladas de modo voluntario en seno de organizaciones sociales de todo tipo, donde aportan su talento, su experiencia y su empatía sin recibir salario alguno, la mayor parte de las veces por pura benevolencia o sentido del deber. Este tipo de trabajo, muy valorado en otros países, no está, ni mucho menos, suficientemente reconocido en el nuestro.
También hablaremos de pensiones. Hay personas mayores que, tras una trayectoria laboral determinada, gozan de pensiones de jubilación que les permiten llevar una vida holgada, tanto más cuanto que en muchos casos tienen unos ahorros y hace tiempo que son propietarias de sus viviendas, con lo que no tienen la carga suplementaria de un alquiler o de los gastos de devolución de un préstamo hipotecario; es más, en no pocas ocasiones estas personas ayudan a sus hijos o nietos. En otros casos, las pensiones dan para llevar una vida digna, aunque difícilmente para cubrir necesidades extraordinarias. En fin, otras personas no han tenido una vida laboral suficientemente larga o reconocida por el sistema como para gozar hoy de una pensión de jubilación que resulte bastante para vivir dignamente. La obligación de un Estado social es minimizar este tipo de situaciones y atender a la cobertura de las necesidades que permitan a todos llevar, cuando menos, una vida que merezca la pena ser vivida.
También el tema de los mayores tiene perspectiva de género. Sin duda, las mujeres sufrimos una situación de discriminación histórica que con mucha frecuencia es una discriminación múltiple o interseccional, esto es, se ve exponencialmente incrementada porque a la discriminación por razón de género se unen otra u otras en atención a otras circunstancias personales o sociales; en el caso que nos ocupa, la edad. Baste aquí un ejemplo que vuelve a relacionarse con las pensiones: las mujeres mayores están discriminadas en el sistema de pensiones vigente, pues las de viudedad son, en su mayoría, pensiones de mujeres, puesto que hay muchas más viudas que viudos, sobre todo, por la mayor esperanza de vida de las mujeres. Se trata de una injusticia social enorme que mujeres que trabajaron durante toda su vida dentro de sus hogares, para su familia o para la empresa familiar, o en labores sociales no remuneradas o con remuneración insuficiente, vean recompensada esa labor con una pensión que en muchas ocasiones apenas llega a la mitad de la que se paga al marido jubilado y que este seguirá cobrando en su integridad, aunque enviude. El criterio puramente contable de que fueron ellos quienes cotizaron en su día es absolutamente injusto e hipócrita, tanto más cuanto que, en ocasiones, a algunas de estas mujeres, incluso queriendo, no se les permitía aportar cotizaciones porque se les obligaba a abandonar el puesto de trabajo al casarse o había todo tipo de incentivos para que lo hicieran. Sin contar con que, y esto es absolutamente general, ellos no hubieran podido ni ejercer su trabajo ni cotizar, o al menos no en la misma medida, si ellas no hubieran hecho su labor. Sin duda, la modificación radical de las pensiones de viudedad es una tarea pendiente y además urgente para una sociedad que quiere y debe ser igualitaria.
Muchos temas quedan en el tintero: los problemas habitacionales de muchas personas mayores que no quieren vivir solas, o que querrían seguir viviendo en sus casas, pero que no pueden sin la necesaria ayuda institucional o familiar, no siempre posible en las actuales circunstancias; la ya aludida soledad no deseada, los temas relacionados con la salud, que lógicamente empeora con la edad; los cambios de modelos familiares y el lugar que en ellos tienen las generaciones más veteranas; el valor de su dignidad y su autonomía de decisión, incluso cuando ya tienen algún grado de discapacidad física o intelectual; el ocio, el arte, la literatura, el deporte y tantas otras facetas que nos hacen más humanos y que las entidades sociales parecen descuidar para estas edades. En fin, asuntos sobre los que tenemos que pensar como sociedad y como individuos, para lograr no solo respuestas, sino también oportunidades de mejora personal y colectiva.
Como apunté de buen principio, el espíritu de la iniciativa Jubilare no se queda en analizar los problemas mentados y otros que no he podido abordar en esta plumada, sino que pretende asimismo incidir en las soluciones y en los muchos aspectos positivos que tiene cumplir años. El espíritu de Jubilare se desprende de su nombre, por lo que su mensaje quiere ser, ante todo, positivo y esperanzador.