La reciente decisión del Tribunal Constitucional de no admitir a trámite el recurso de amparo interpuesto por la representación procesal del rapero conocido como Pablo Hasel, y la posterior resolución de la Sección 1ª de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional —la misma que le condenó en Sentencia 3/2018, de 2 de marzo (SP/SENT/943434)— que ordenaba su ingreso en prisión para dar cumplimiento a la pena de 9 meses y 1 día de privación de libertad que le fue impuesta por delito de enaltecimiento del terrorismo, ha reabierto el sempiterno debate sobre los límites de la libertad de expresión.
El debate público en torno a la regulación legal de los delitos de expresión es absolutamente legítimo, como también resulta jurídicamente razonable estar en desacuerdo con la resolución judicial que condena al rapero e incluso con la ley en que esta se basa. Sin ir más lejos, dos de los cinco Magistrados del Tribunal Supremo que formaban la sala que confirmó la Sentencia dictada en primera instancia por la Audiencia Nacional (STS 135/2020, de 7 de mayo —SP/SENT/1052845—) formularon su voto particular discrepante con la mayoría, es decir, el sentido del fallo de la Sala Segunda del Tribunal Supremo no fue unánime, como tampoco lo fue la sentencia de instancia que igualmente cuenta con un voto particular.
Es esencial en democracia que exista debate social sobre cualquier asunto que suscite interés público: la libre circulación y confrontación de ideas y pensamientos contribuye a la formación de opinión por parte de la ciudadanía, en especial de cara a ejercitar adecuadamente sus derechos políticos; y coadyuva a consolidar un sistema democrático, pluralista y deliberativo. Pero tan importante es la libertad de expresión en sí misma como la forma en que esta se ejercita, pues la manera de disentir, de exteriorizar una queja, protesta o reivindicación, también constituye un indicador de la salud democrática del país.
El empleo de cualquier forma de violencia o el recurso a las vías de hecho como medio para conseguir un fin, por muy lícito que este se presente, supone un fracaso de la democracia, que se habrá revelado incapaz de hacer valer los mecanismos que arbitra el Derecho para que los ciudadanos se hagan escuchar de forma pacífica, piénsese en el clásico derecho de manifestación (art. 21.2 CE) o en el derecho de petición (art. 29 CE). De hecho, aunque España es una democracia representativa, el art. 23 CE también prevé la posibilidad de participación directa y regula distintas modalidades, como la iniciativa legislativa popular (art. 87.3 CE), el referéndum consultivo (art. 92 CE) o el Concejo abierto (art. 140 CE).
Es en este apartado, el de las formas, donde con la mirada puesta en los disturbios que ha provocado el ingreso en prisión del rapero, toca lamentar que suspendemos. Suspenso con sombra alargada que en cierto modo nos sobrevuela a todos, empezando por quienes desde su posición institucional no solo no condenan los disturbios sino que infunden aliento a los actores, apelando a la desobediencia civil como mecanismo apto —si no idóneo— para propiciar el cambio de la ley. Se trata de un suspenso general en cultura y valores democráticos, por mucho que sea una minoría la que está utilizando la violencia como altavoz de no se sabe bien qué pretensiones (dicen que la defensa de la libertad de expresión), pues la virulencia de los medios empleados ha desdibujado tanto el mensaje que este se ha perdido por completo en el camino, si es que en algún momento hubo propósito mas allá de utilizar el asunto en cuestión como pretexto para dar rienda suelta a la demagogia, al populismo y al vandalismo callejero.
En este contexto en que el debate público ha llegado a las calles en forma de protestas y actos violentos, se ha anunciado la intención de reformar los delitos relacionados con el ejercicio excesivo de la libertad de expresión, a saber: delitos de injurias a la corona (arts. 490.3 y 491 CP) y a otras instituciones del Estado (arts. 496 y 504 CP), delitos contra los sentimientos religiosos (art. 525 CP), enaltecimiento del terrorismo (art.578 CP) y delitos de odio (art. 510 CP).
No se trata de cuestionar si la reforma anunciada es o no procedente u oportuna, pues ello compete al legislador, pero la experiencia demuestra la inconveniencia de legislar a golpe de telediario ante el interés social y mediático que suscitan asuntos judiciales concretos. Un futura reforma no debe perder de vista que la libertad de expresión forma parte del núcleo duro de nuestra Constitución y desempeña una triple función: como derecho fundamental de alcance universal necesario para el desarrollo personal del individuo, como instrumento necesario para el ejercicio de otros derechos fundamentales, y como elemento estructural de la democracia, en tanto que la libertad de expresión resulta esencial para controlar la gestión pública del Gobierno y demás autoridades, favorece el cumplimiento de los deberes estatales de transparencia y rendición de cuentas, contribuye a prevenir la corrupción y el autoritarismo, y a evitar, en general, los abusos de los funcionarios públicos.
Esta configuración de la libertad de expresión ha determinado que para la jurisprudencia tanto europea como interamericana este derecho tenga una significación singular dentro del catálogo de los derechos humanos y sea merecedor de una protección reforzada por parte de todos los poderes del Estado, en especial por parte del Poder Judicial, de manera que aún sin ser un derecho absoluto sus limitaciones deben ser restrictivas.
En definitiva, atendida la coyuntura en que esta reforma ha sido anunciada, y por obvio que pueda parecer el mensaje, conviene recordar al legislador que la trascendencia del debate y de los bienes jurídicos afectados exigen que una futurible nueva regulación, que no en vano requiere mayoría absoluta, se aborde desde la calma, la prudencia y la ponderación, se sustraiga a cualquier propósito electoralista, y esté presidida por una firme voluntad de implantar los estándares internacionales en la materia.
En principio existe una presunción de cobertura según la cual todas las expresiones están amparadas por la libertad de expresión, independientemente de que su contenido pueda resultar ofensivo, perturbador o moralmente reprochable. Sin embargo, ello no significa que se pueda enarbolar la bandera de la libertad de expresión como excusa para violar los derechos de los demás o como disculpa para justificar conductas constitutivas de ilícito penal.
La libertad de expresión como derecho no absoluto sino limitado, exige un ejercicio responsable y puede (y debe) sujetarse a restricciones, las cuales sin embargo deben tener carácter excepcional.
El reconocimiento de excepciones al principio general está consagrado en los textos internacionales. La Convención Americana de Derechos Humanos recoge tales excepciones en su art. 13 (apartados 2, 4 y 5), según el cual:
“2. El ejercicio del derecho previsto en el inciso precedente no puede estar sujeto a previa censura sino a responsabilidades ulteriores, las que deben estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para asegurar:
a) el respeto a los derechos o a la reputación de los demás, o
b) la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas.
Los espectáculos públicos pueden ser sometidos por la ley a censura previa con el exclusivo objeto de regular el acceso a ellos para la protección moral de la infancia y la adolescencia, sin perjuicio de lo establecido en el inciso 2.
Estará prohibida por la ley toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión, idioma u origen nacional”.
La Convención Europea de Derechos Humanos se refiere a ellas en el art. 10.2, cuyo tenor literal es el siguiente:
“El ejercicio de estas libertades, que entrañan deberes y responsabilidades, podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o sanciones previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad nacional, la integridad territorial o la seguridad pública, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, la protección de la reputación o de los derechos ajenos, para impedir la divulgación de informaciones confidenciales o para garantizar la autoridad y la imparcialidad del poder judicial”.
Según el parecer de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) el régimen de excepciones de uno y otro texto legal no tendría el mismo alcance. De hecho, al comparar la CIDH (Opinión Consultiva OC-5/85 de 13 de noviembre de 1995, párr. 50) el art. 10 de la Convención Europea Derechos Humanos y el art. 19 del Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos, con el art. 13 de la CADH, llega a la conclusión de que esa comparación demuestra claramente que las garantías de la libertad de expresión contenidas en la Convención Americana fueron diseñadas para ser las más generosas y para reducir al mínimo las restricciones a la libre circulación de ideas, pues mientras la Americana resulta muy específica, la Europea está formulada en términos más generales.
Por su parte, la Jurisprudencia Internacional, tanto la emanada del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) como la de la Corte Interamericana, exigen que cualquier restricción a la libertad de expresión supere lo que han denominado test tripartito (Caso Lingens v. Austria del TEDH, 1986):
Sólo de esta manera se protege adecuadamente el derecho, se evita que pueda restringirse en exceso la libre circulación de ideas, y se impide en definitiva que el Estado pueda perseguir y castigar a alguien por su manera de pensar aunque no le guste lo que piense. Lo contrario, esto es la legitimación de un sistema amplio de limitaciones, equivaldría a vaciar de contenido el derecho, a negar el pluralismo, y en consecuencia el carácter democrático del Estado.
Cuando la restricción a la libertad de expresión y el establecimiento de responsabilidades ulteriores viene impuesta por vía penal, las previsiones del test tripartito adquieren matices especiales.
Si el principio de legalidad conlleva la exigencia de que las limitaciones a este derecho vengan impuestas por ley, cuando la sanción proviene del Derecho Penal dicha ley debe además cumplir con las exigencias propias de la tipificación penal: debe tratarse pues de una ley orgánica, formulada de manera previa, clara, precisa y taxativa.
El nivel de precisión podrá variar en función de la clase de norma de que se trate. A este respecto, parece razonable y hasta de sentido común aplicar la máxima de que cuanto mayor sea la sanción a imponer mayor deberá ser la precisión de la norma, de manera que la redacción ofrezca seguridad jurídica al destinatario, permitiéndole distinguir con exactitud lo jurídico de lo antijurídico, pues ante la duda, la amenaza de la sanción penal inhibe la crítica, favorece la autocensura y en definitiva redunda en perjuicio de la libertad de expresión. Esto es lo que Cuerda Arnau (Terrorismo y libertades políticas, Tirant lo Blanch 2008) denomina efecto del desaliento de la ciudadanía ante el temor a ser sancionados por una norma imprecisa por la amplitud (overbreadht) o vaguedad (vagueness) con que la conducta aparece definida. Esta doctrina del efecto del desaliento lo que pretende es evitar, a través de la exigencia de concreción y precisión de la norma, que la eficacia intimidatoria de la pena se extienda a conductas limítrofes con aquellas sobre las que actúa el ius puniendi del Estado.
A este respecto se pronunció la CIDH (caso Kimel v. Argentina, apartado 63) sosteniendo —con referencia a lo ya manifestado en la Opinión Consultiva OC-5/85 y en el caso Castillo Petrucci y otros, y caso Lori Berenson— que “la Corte entiende que en la elaboración de los tipos penales es preciso utilizar términos estrictos y unívocos, que acoten claramente las conductas punibles, dando pleno sentido al principio de legalidad penal. Este implica una clara definición de la conducta incriminada, que fije sus elementos y permita deslindarla de comportamientos no punibles o conductas ilícitas sancionables con medidas no penales. La ambigüedad en la formulación de los tipos penales genera dudas y abre el campo al arbitrio de la autoridad, particularmente indeseable cuando se trata de establecer la responsabilidad penal de los individuos y sancionarla con penas que afectan severamente bienes fundamentales, como la vida o la libertad”.
No obstante lo anterior, el TEDH de cara a valorar la precisión de una norma permite también acudir a la interpretación jurisprudencial mayoritaria de la misma. En aplicación de este criterio ha aceptado normas no precisas siempre que mediante la existencia de una jurisprudencia constante y consolidada la norma resultara accesible, y las consecuencias legales de la acción previsibles, que es lo realmente importante (Caso Sunday Times v. Reino Unido, 1979). Así pues, como tiene declarado el TEDH (caso Asociación Ekin v. Francia, 2001) el principio de legalidad debe entenderse en un sentido material y no formal.
En el caso del delito de enaltecimiento del terrorismo por el que ha sido condenado el rapero Hasel, hay que completar el tenor del art. 578 CP con los pronunciamientos jurisprudenciales que matizan o concretan las exigencias del tipo.
Tras la introducción en el Código Penal Español del delito de enaltecimiento en el año 2000 —LO 7/2000, de 22 de diciembre (SP/LEG/2760)— la jurisprudencia, en consonancia con lo expuesto en el Preámbulo de la referida ley, aceptó no sin recelo que el art. 578 no estaba sujeto a la exigencia del art. 18 del mismo Código Penal, es decir no consideraba necesario que el enaltecimiento implicara “una incitación directa a cometer un delito”. Sin embargo, dos recientes sentencias del Tribunal Supremo (STS 378/2017, de 25 de mayo —SP/SENT/903852— y 95/2018, de 26 de febrero —SP/SENT/940723—) recuerdan a este respecto que según el Tribunal Constitucional en su STC 112/2016, de 20 de junio (SP/SENT/863462), para que sea legítima la ingerencia en la libertad de expresión que supone la sanción penal de las conductas constitutivas de enaltecimiento del terrorismo estas deben ser consideradas como una manifestación del discurso del odio, en el sentido de propiciar o alentar, aunque sea de manera indirecta, una situación de riesgo para las personas, o derechos de terceros, o para el propio sistema de libertades.
También el TEDH al interpretar el art. 10.2 de la Convención ha recogido el denominado test Brandenburg en algunas resoluciones, exigiendo que la conducta delictiva incite de tal manera a la comisión de delitos que incremente el riesgo real de su comisión. Son dos por tanto las exigencias del test: incitación a cometer conductas ilícitas e idoneidad de la incitación.
En este sentido la reforma que se pretende debería orientarse hacia la mayor concreción posible de los tipos penales y una delimitación estricta de las conductas que colme las exigencias jurisprudenciales del principio de legalidad.
El principio de legitimidad se traduce como hemos visto en la obligación de que la restricción a la libertad de expresión persiga una finalidad lícita prevista por las propias Convenciones Americana y Europea. Con relación a las exigencias de este principio es preciso notar que el TEDH a la hora de valorar si la injerencia del Estado en la libertad de expresión responde a uno de esos fines legítimos, utiliza un criterio flexible; así por ejemplo en el caso Castell v. España si bien el Tribunal entendía inicialmente que el honor del gobierno no estaba incluido entre los fines del art. 10.2 de la Convención, aceptó la versión del gobierno de que protegiendo su honor no solo se protegía la reputación ajena, sino también la defensa del orden, que sí está incluida entre sus finalidades.
Por su parte la CIDH recuerda también (caso Kimel v. Argentina) que aunque en ocasiones “el instrumento penal resulte idóneo porque sirva al fin de salvaguardar, a través de la conminación de pena, el bien jurídico que se quiere proteger, esto no significa que la vía penal sea necesaria y proporcional».
En consecuencia, con lo anterior la demanda de legitimación entronca directamente con la de necesidad y proporcionalidad.
La necesidad, sin ser sinónimo de indispensabilidad, debe ser entendida en palabras del TEDH en el sentido de “necesidad social imperiosa y no simplemente útil, razonable u oportuna” (caso The Sunday Times v. Reino Unido, 1979).
La proporcionalidad debe interpretarse sobre la base de los principios de intervención mínima y ultima ratio, de acuerdo a los cuales en una sociedad democrática el poder punitivo sólo se ejerce en la medida estrictamente necesaria para proteger los bienes jurídicos fundamentales de los ataques más graves que los dañen o pongan en peligro, de modo que ante la necesidad de exigir responsabilidades ulteriores por excesos en el ejercicio de la libertad de expresión para proteger los derechos e intereses concurrentes en juego, de entre las posibles medidas a adoptar, el TEDH inclina la balanza a favor de la que suponga la menor restricción de la libertad de expresión y no de la más restrictiva.
Así las cosas, a la hora de realizar el juicio de proporcionalidad se debe prestar especial atención a dos cuestiones:
a) En cuanto al contenido del discurso, el TEDH ha manifestado (caso Hadyside v. Reino Unido, 1976) que “la libertad de expresión cobija bajo su manto de protección no solo las ideas que son benignas o inofensivas para el Gobierno, sino también aquellas que se alejan de la postura oficial y pueden incluso resultar molestas, ofensivas o chocantes” y ha precisado que el margen de amplitud de la crítica es mayor cuando esta se dirige contra el Gobierno que cuando lo hace contra ciudadanos particulares (caso Castells v. España, 1992), con el añadido de que el margen de crítica a un Gobierno es mayor que el de crítica a un político. Nos encontramos ante el reconocimiento como discurso especialmente protegido de aquel que versa sobre asuntos de interés público y afecta a personas de relevancia pública.
Cabe plantearse si estos pronunciamientos del TEDH podrían extrapolarse a las críticas a la Monarquía, al Rey, y a otras instituciones del Estado, como los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, en atención a su naturaleza pública.
b) En lo que respecta al sujeto que ejercita el derecho, igualmente reconoce el TEDH una protección especial a las manifestaciones de la prensa o medios de comunicación sobre asuntos de interés general frente a las expresiones que procedan de particulares y se circunscriban a asuntos que no trasciendan a la espera pública (caso Lingens v. Austria, 1986), pues un político a diferencia de un individuo común se expone voluntariamente al escrutinio público. Hay quien se plantea si esa protección especial que se brinda a la prensa y medios de comunicación se podría también otorgar con carácter genérico a las manifestaciones que son fruto de la expresión artística.
En concordancia con lo anterior el TEDH ha declarado expresamente que existe poco margen para restringir el discurso político o el debate en materias de interés público, lo que a su vez no obsta para poder implementar sanciones penales con el fin de evitar acusaciones difamatorias desprovistas de fundamento o formuladas de mala fe (caso Castells V. España, 1992). Aunque subraya el tribunal la existencia de medios menos lesivos que representan una alternativa al recurso a la jurisdicción penal.
En esta misma línea argumental se ha pronunciado la CIDH que entiende que las leyes de desacato (entendiendo por tales aquellas que penalizan expresiones que ofenden o insultan a miembros del funcionariado público en el ejercicio de sus funciones) restringen indirectamente la libertad de expresión porque traen consigo amenaza de prisión o multa, y el temor a cualquiera de estas sanciones desalienta a los ciudadanos a expresar sus opiniones en asuntos de interés público (caso Kimel v. Argentina). Y aunque no descarta el uso del Derecho Penal, sí que lo considera desproporcionado en la mayoría de los casos y se inclina porque en los casos de difamación prevalezca el uso de leyes civiles y no penales (caso Herrera Ulloa v. Costa Rica).
Tanto la jurisprudencia emanada del TEDH como la de la CADH legitiman el uso del Derecho Penal para limitar la libertad de expresión, si bien atribuyen al mismo carácter residual frente al uso preferible de sanciones o medidas no penales que supongan una menor injerencia en el derecho.
En este panorama, son muchos los países de nuestro entorno que también tipifican delitos de expresión, y que también los castigan con penas no solo pecuniarias sino también privativas de libertad. Sin ánimo exhaustivo y a título ejemplificativo se pueden citar los siguientes:
Países como Suecia, Bélgica, Dinamarca, Mónaco y Países Bajos contemplan el delito de injurias a la Corona. En el caso de Suecia el delito llega a estar castigado con una pena máxima de 6 años de prisión y conjunta de multa (Capítulo 18, Sección 2 de su CP). En Bélgica continúa en vigor la ley sobre el crimen de lèse-majesté que castiga la conducta con pena de hasta 3 años de prisión. Pena máxima que se eleva hasta los 4 años en el art. 115 del Código Penal de Dinamarca, y hasta los 5 según el art. 58 del Código Penal de Mónaco. Distinta ha sido la tendencia en los Países Bajos, donde en enero de 2021 se ha rebajado la pena de los delitos de lesa majestad equiparándola con la prevista para los insultos a cualquier otro Funcionario Público, modificación que en cualquier caso no afecta a la posición privilegiada que ya se otorgaba a la Corona, pues esta sigue ostentando una protección privilegiada o reforzada si se la compara con la de cualquier individuo particular.
En este panorama, la española, con una pena máxima de 2 años de prisión o alternativa de multa para las injurias que no sean graves, resulta ser, con la excepción de la nueva regulación de los Países Bajos, la legislación más benevolente o menos punitiva de todas las referidas.
En cuanto a los delitos de apología del terrorismo o los delitos de odio, podemos traer a colación, entre otras, las previsiones de la legislación francesa y alemana, pues recientemente en estos países se han dictado un par de sentencias, que como la de Pablo Hasel tuvieron en su momento una gran repercusión social, y que condenan con penas privativas de libertad a dos músicos por ejercicio desorbitado de la libertad de expresión.
El Código Penal Francés en su art. 421.2.5 castiga con penas de 5 y 7 años prisión y multas de 75.000 y 100.000 euros la apología del terrorismo, y en aplicación de esta normativa el pasado mes de noviembre de 2020 un Juzgado de Meaux (Francia) condenó a la pena de 15 meses de prisión al rapero Maka por hacer apología del terrorismo en uno de sus videoclips.
También el Código Penal Alemán prevé en su art. 130 el delito de odio (lo que llaman “volksverhetzung”), norma que aplicó en 2003 un Tribunal de Berlín que además de declarar <organización criminal> a la Banda de rock neonazi Landser, condenó a su vocalista Michael Regener a la pena de 3 años y 4 meses de prisión por incitar al odio racial.
Lo anterior demuestra que este tipo de previsiones legales que suponen una injerencia del ius puniendi del Estado en el ejercicio de la libertad de expresión no son una anomalía del Estado y legislación españoles, sino que forman parte de la normalidad democrática en gran parte de los países de nuestro entorno.
No cabe la menor duda de que corresponde a cada Estado, en el ejercicio de su soberanía, fijar la política criminal y elaborar leyes que vayan en consonancia con la misma. Pero también resulta indiscutible la suscripción por parte de España de Tratados y Convenios Internacionales en materia de libertad de expresión que le vinculan. De hecho, además de la implementación por vía judicial, nuestra Constitución contiene en su art. 10.2 una cláusula de interpretación conforme según la cual “Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”, de modo que es conveniente insistir a modo de conclusión en la importancia de que la reforma que se acometa para regular el ejercicio desbordado de la libertad de expresión no sea ajena a los estándares internacionales que se han analizado.