El Derecho tiene como finalidad última ordenar la vida en sociedad por medio de normas que posibiliten una convivencia ciudadana pacífica. La sociedades modernas, libres y plurales, se encuentran como todo ser vivo en continuo proceso de cambio, avance y desarrollo, y el Derecho debe evolucionar para dar respuesta a las nuevas inquietudes y demandas sociales que de forma paralela a esos cambios van surgiendo. Así ocurrió con la ley del divorcio de 1981, o con la ley del matrimonio entre personas del mismo sexo de 2005, por poner algún ejemplo.
En el año 2018, el conocido como “caso manada” suscitó un gran revuelo entre una parte significativa de la población y desató protestas sin precedentes que se convirtieron en el detonante de la voluntad del legislador de reformar el Código Penal en materia de delitos contra la libertad e indemnidad sexual y en particular en lo concerniente al tema de la prestación del consentimiento.
Aquella voluntad legislativa tiene hoy su reflejo legal en el anteproyecto de la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, cuya tramitación está resultando polémica en el embrionario trámite de su paso por órganos consultivos como el Consejo General del Poder Judicial, que el pasado día 5 de febrero hizo públicas algunas de las conclusiones, la más relevantes, a que han llegado los ponentes del informe tras estudiar la propuesta y antes del debate del texto por el Consejo en Pleno que tendrá lugar el próximo día 25.
El informe advierte en primer lugar de los riesgos que para la presunción de inocencia puede entrañar la definición del consentimiento que introduce el anteproyecto en el artículo 178.1 del Código Penal y que es del siguiente tenor: “se entenderá que no existe consentimiento cuando la víctima no haya manifestado libremente por actos exteriores, concluyentes e inequívocos conforme a las circunstancias concurrentes su voluntad expresa de participar en el acto”. Este concepto novedoso de consentimiento y su introducción en el articulado como parte del tipo penal no es una cuestión baladí, supone una nueva formulación del tipo delictivo existente hasta el momento y altera su configuración tradicional. Esta previsión legal tiene lógicamente consecuencias jurídicas y plantea fundamentalmente una doble problemática. De un lado comportaría una aparente inversión de la carga de la prueba, que además no conseguiría evitar la victimización secundaria ya que la víctima en cualquier caso tendría que seguir siendo interrogada acerca del modo en que suele prestar el consentimiento sexual, para aclarar cuáles fueron en el caso concreto las circunstancias concurrentes y cómo influyeron estas en la forma de exteriorizar su voluntad y si la viciaron de algún modo. Y de otro lado, la redacción no es suficientemente clara y resulta contradictoria en un aspecto esencial, esto es si el consentimiento sexual debe ser necesariamente expreso o también puede ser tácitamente deducible como prevé el Convenio de Estambul (SP/LEG/14733) en su artículo 36.2 cuando establece que “el consentimiento debe prestarse voluntariamente como manifestación del libre arbitrio de la persona considerado en el contexto de las condiciones circundantes”.
En otras palabras: la cuestionada definición del consentimiento traslada la problemática probatoria que plantea en estos delitos la acreditación de la ausencia de consentimiento sexual a la esfera de la tipicidad, y configura el consentimiento como un elemento normativo, en concreto como un elemento negativo del tipo, lo que indudablemente podría poner en peligro el derecho a la presunción de inocencia y a la tutela judicial efectiva del que aquel es manifestación y que consagra el artículo 24 de la Constitución, pues se atisba un aparente desplazamiento de la carga probatoria que se traduciría en que no serían las acusaciones quienes tendrían que probar la tipicidad de la conducta sino que correspondería al investigado la carga de probar que el consentimiento reúne todas las notas que excluyen la tipicidad, es decir que la voluntad de la víctima de participar en el acto ha sido libre, e inequívoca y concluyentemente exteriorizada por medio de actos expresos. El procesado tendría en definitiva que probar que es inocente. No parece que sea necesario profundizar en que resulta inadmisible que un Estado de Derecho recorte los derechos procesales constitucionales del encausado como mecanismo para proteger más y mejor a la víctima.
El famoso lema “hermana, yo sí te creo”, que colgaba de las pancartas de protesta contra la Sentencia de la Sección 3ª de la Audiencia Provincial de Navarra nº 38/2018, de 20 de marzo (SP/SENT/949790), y que en cierto modo auspició esta reforma; no puede en ningún caso hacerse un hueco en la ley con la subsiguiente merma de los derechos y garantías jurisdiccionales del investigado, y correlativa afectación de los principios constitucionales que rigen la valoración de la prueba y que representan estándares mínimos de cualquier Estado Democrático y de Derecho.
Ese lema, que se ha convertido en una suerte de dogma en ciertos círculos feministas que se erigen como los máximos –cuando no únicos- detractores del atávico orden patriarcal, y que parece filtrarse en la ley a través del referido concepto de consentimiento, resulta tremendamente peligroso porque aparta del núcleo de la actividad probatoria la presunción de inocencia.
No debiera el ciudadano de a pie hacer juicios paralelos cuando este tipo de delitos trascienden a la opinión pública, aunque la realidad que se impone día sí y día también ante nuestros ojos es que la ciudadanía, alentada en ocasiones por el sensacionalismo de ciertos medios, juzga continuamente en paralelo. Eso, que puede ser moralmente reprochable no tiene sin embargo trascendencia jurídica ni administrativa, a fin de cuentas la sociedad puede creer lo que quiera, puede dar por cierto a pies juntillas el relato, casi siempre sesgado, que le llega de la víctima; puede incluso defenderla públicamente, puede desde luego opinar y puede criticar la norma, pero lo que no se puede permitir es que ese afán que todos compartimos de proteger a las víctimas con todos los medios al alcance pase por otorgarle credibilidad absoluta a sus afirmaciones o por concederle una presunción de veracidad (siquiera iuris tantum) a su testimonio en perjuicio del reo.
La Justicia no puede creer ciegamente en nada por mucho que la imagen que la representa lleve simbólicamente una venda en los ojos y ello pudiera llevar a algunos, quiero pensar que legos en su mayoría, a razonar equivocadamente lo contrario; para creer, para que el juez se forme una convicción es imprescindible llevar a cabo una compleja actividad probatoria que permita dejar al descubierto la verdad material y que respete y garantice entre otros, el principio básico de que todos somos inocentes mientras no se demuestre lo contrario.
El debate jurídico que reabre este anteproyecto de ley no tiene por tanto nada que ver con la decisión de someter a revisión los delitos contra la libertad e indemnidad sexual que al fin y al cabo es algo para lo que los poderes públicos están legitimados como expresión de la soberanía popular, y que en definitiva responde a razones de política criminal. La cuestión controvertida sobre la que recae el foco mediático nace precisamente de ese concepto de consentimiento sexual que introduce el anteproyecto y que redunda en la idea, manida de tanto repetida, e infundada, de que es perentorio acometer la reforma con el principal propósito de poner el consentimiento sexual en el centro de la tipificación de este tipo de delitos, aseveración que sugiere que la actual regulación no tiene en cuenta o no protege suficientemente el consentimiento de la víctima y por extensión su libertad sexual.
A este respecto resulta oportuno repasar el texto en vigor, que nos llevará razonadamente a concluir que el Código Penal en su actual redacción se asienta ya sobre la idea del consentimiento, le brinda una protección absoluta, y lo posiciona en el centro de la formulación del tipo.
Las agresiones y abusos sexuales se encuentran regulados en el título VIII del libro II, bajo la rúbrica “De los delitos contra la libertad e indemnidad sexual” que por sí misma ya sugiere que el eje sobre el que se configuran estos delitos es la libertad sexual, ergo el consentimiento, pues sin consentimiento, sin voluntad, no puede predicarse ningún tipo de libertad.
El Código de 1995 se inclinó por un sistema de doble incriminación que distingue entre agresiones y abusos sexuales en atención a la mayor o menor lesividad de los medios comisivos empleados, de manera que hay agresión sexual cuando se atenta contra la libertad sexual y se anula el consentimiento empleando violencia o intimidación; y hay abuso sexual cuando se atenta contra la libertad sexual sin hacer uso de medios violentos o intimidatorios pero empleando otras fórmulas que también anulan o vician el consentimiento, y también cuando la víctima es menor de 16 años en cuyo caso su falta de madurez le impide prestarlo. En consonancia con lo anterior se castiga más severamente la agresión sexual, pues el mayor desvalor de la acción (por la concurrencia de esos medios violentos o intimidatorios) convierte a la conducta en merecedora de un mayor reproche penal; lo que en absoluto significa que queden impunes los ataques a la libertad sexual cuando no haya violencia pero tampoco medie consentimiento o el que medie esté viciado.
Pudiera pensarse que la vuelta a un sistema de incriminación única como el que propone la reforma en el nuevo artículo 178, que aglutina en una sola categoría delictiva los que hasta ahora son dos tipos diferentes, responde a la reivindicación popular de que todo ataque contra la libertad sexual debe ser castigado como agresión sexual, como rezaba ese otro lema de “no es abuso, es violación”. Pero barbarismos aparte, ese sistema de incriminación exclusiva según el cual los abusos sexuales quedarían absorbidos por la agresión sexual equiparándose las conductas no violentas y las consumadas con violencia o intimidación, con la subsiguiente elevación de la pena de las primeras y rebaja de las segundas, no parece precisamente más adecuado que el existente de cara a aumentar la protección de las víctimas, sino que podría producir el efecto contrario: su desprotección, lo que a todas luces contraviene el espíritu de la reforma.
En este mismo sentido se ha pronunciado el CGPJ previniendo en otra de sus conclusiones de una posible merma en los derechos de las víctimas por considerar que la absorción del delito de abusos sexuales en el de agresión sexual podría tener un efecto de desprotección de la víctima al resultar irrelevante el empleo de un medio comisivo más lesivo que otro de intensidad menor, pues ello podría incentivar indirectamente el empleo de medios violentos por ser el delito y la pena los mismos en uno y otro caso.
Debe por todo lo expuesto lanzarse un mensaje tranquilizador a la sociedad española, pues con independencia de la suerte que corra el texto del anteproyecto tras los informes preceptivos de los órganos consultivos y presumibles enmiendas de los grupos parlamentarios, que contribuirán en su conjunto a dar al texto una redacción definitiva, la ley actualmente vigente tutela con todas las garantías constitucionales los derechos procesales del encausado al tiempo que defiende sobradamente la premisa de que “no es no” y que “solo sí es sí”, castigando a quien no respeta la voluntad de la víctima, tanto cuando el “no” a participar en el acto de naturaleza sexual se verbaliza, como cuando se infiere de su actitud y circunstancias concomitantes.