Solo iba al cajero a sacar dinero…

Adela del Olmo

Directora de Mercantil de Sepín

En la mayor parte de las ocasiones, afrontamos el post para el blog de mercantil de Sepín, cuestiones estrictamente jurídicas que solemos aderezar con algún ejemplo o envolver con un estilo narrativo y visual.

En esta ocasión, lo que el lector va a encontrar a continuación va a ser sencillamente lo que le sucede a un consumidor normal, un día normal, en una situación usual, cotidiana y que se esperaba “normal”: sacar dinero en un cajero.

Pues bien, ayer, mientras esperaba una cita médica retrasada, decidí cometer la osadía de acercarme a la entidad de crédito mas cercana a sacar dinero en el cajero.

Para ello utilicé mi única tarjeta de débito de mi banco de toda la vida, que tiene convenio con toda la red de entidades financieras y cajas que dispongan del servicio “Servired”.

Introduje la tarjeta y se abrió ante mí una pantalla relatando mediante dibujos y slóganes todo lo que aquel cajero podía, en teoría, ofrecerme. Tras asistir a semejante espectáculo totalmente inútil en mi caso, los pantallazos comenzaron a repetirse ante mi asombrada mirada. Por supuesto no existió en ningún momento opción de introducir mi PIN, ya que el cajero no lo solicitaba y me ví envuelta en una continua repetición que me hizo sentir como en la película “El día de la marmota”.

Cuando mi paciencia de consumidora, que les aseguro que es totalmente proporcionada, llegó a su fin, cancelé la operación. Y aquí vino la guinda final del despropósito, el cajero no me devolvía la tarjeta de ninguna manera.

La calle llena de gente, un sol de justicia, la hora pegada no solo por el ticket de aparcamiento en zona azul del vehículo sino también por el horario de cierre del banco y ante mi la disyuntiva de entrar a la sucursal o quedarme haciendo guardia en el cajero, por si de repente devolvía mi tarjeta y esta quedaba expuesta ante cualquier persona que transitara la calle.

Al final, sin un euro en el bolso, y totalmente impresionada por el absurdo de la situación, entré en la sucursal. Ante mí, una cola de cuatro personas y una empleada saturada, con ganas de cerrar, mientras su compañera se dedicaba a llamar por teléfono y pensar en alto donde podía quedar para comer y si acudiría o no una tal Lourdes.

De verdad que ni Ionesco es capaz de crear una situación tan absurda y surrealista.

De entrada, y por motivos totalmente lógicos, advertí a la atribulada empleada de que su cajero, se había quedado con mi tarjeta y que temía la posibilidad de que la expulsara en cualquier momento, qué ingenua fui, sin que yo estuviera presente y pudiera cogerla cualquiera. La respuesta fue contundente: “perdone pero estoy atendiendo a esta gente y quedan minutos para cerrar”.

No daba crédito.

Cuando por fin llegó mi turno y tras oir cómo los clientes que me precedían se quejaban de que el cajero no funcionaba y no habían podido sacar dinero ni con la propia tarjeta emitida por la entidad, el reloj inexorable no paraba, me llegó el turno.

Como en natural, expliqué la situación tal y como era, mi única tarjeta, cero euros en el bolso y como, sin ni siquiera introducir mi PIN, ni una sola vez, “su” cajero se había apropiado de ella, me enfrento a la siguiente contestación: las normas bancarias impiden abrir un cajero que se ha “tragado una tarjeta”, literal, por normas de seguridad y porque suele deberse a irregularidades de esta o incluso a clonaciones o cancelación de cuentas. Tengo la impresión de que pasó por alto el hecho de que la máxima interesada en la seguridad de mi tarjeta domiciliada en mi cuenta soy, obviamente, yo, y que además me encontraba físicamente allí.

Mi posición era clara, quería mi tarjeta, la quería ya y no iba a aceptar que la “normativa”, invocada en este caso como un ente abstracto y todo poderoso, ya que la sucursal ni tenía documento escrito sobre esta, impidiera que yo continuara con mi vida. ¿De verdad, puede un banco, delante del titular de una tarjeta correctamente identificado con su DNI, ser víctima de la apropiación injustificada de un medio de pago que le pertenece? La respuesta es un claro NO. Por supuesto me negué en redondo, le pedí que abriera tan infernal ingenio, el cajero y me la diera en el acto, a la vez que me proporcionara el ejemplar de reclamación a consumo y además el de atención al cliente bancario.

Los argumentos eran absolutamente delirantes, tenían un cajero abierto al público, claramente estropeado y que llevaba días generando incidencias y todo ello se reconducía simplemente a confiscarme a mí mi tarjeta. La señora que me atendía, viendo que no tenía la menor intención de transigir con una situación que me generaba total indefensión y me producía un claro daño, procedió, tras cerrar la puerta de la sucursal y fuera ya de horario, a abrir el cajero, del que extrajo unas seis tarjetas de crédito de otras víctimas que habían sucumbido al absurdo y renunciado a la lucha dialéctica y, entre ellas, la mía, del color emblema de mi banco emisor. Tras ello, objeta que no tiene manera de comprobar que fuera yo la titular de ella, esto dicho con mi DNI en su mano, ahí ya no contesté, creo que hay miradas elocuentes.

Para convencer a semejante oponente inasequible al sentido común y a la concepción de quién es el cliente, tuve que llamar a mi sucursal y pedirle a uno de mis gestores que hablara con ella. Tras comunicarle que yo era claramente identificable, todos los datos de mi tarjeta, plazo de expiración y que se hallaba totalmente correcta, la empleada de la sucursal comenzó un relato sobre cómo se había sentido ante mis imprecaciones y como entre mi gestor y yo la estábamos obligando a vulnerar la normativa de su entidad.

Ante tales despropósitos y tras 35 minutos de negociación, procedí a coger mi tarjeta y mi DNI y obviamente a arrebatarle mi móvil, pues no era el momento de confesiones emocionales y cantinelas quejumbrosas.

Ya en la calle, me sentí absolutamente indignada, había perdido mucho tiempo y había tenido que pelear contra una señora de un banco por un motivo absolutamente absurdo, en algo que era tan claro y tan de sentido común, que me descorazonó. Mientras corría hacia mi cita médica, pensaba en los clientes que por su avanzada edad o por inseguridad en sus argumentos, se pliegan a esa barrera que ficticiamente parece infranqueable: la normativa del banco, para quedarse sin su tarjeta y en manos de una sucursal que, como se ha demostrado, hará con ellos y con sus tarjetas lo que le plazca.

Obviando, con toda tranquilidad, parte de la normativa fundamental de protección de consumidores y usuarios aplicable: la Directiva 2011/83/UE del Parlamento Europeo y del Consejo sobre los derechos de los consumidores, Reglamento de la Ley 11/1998, de 9 de julio, de Protección de los Consumidores de la Comunidad de Madrid y el Real Decreto Legislativo 1/2007 que aprueba el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias.