No es el objetivo de este post dar respuesta a la pregunta formulada, sino más bien realizar una breve exposición de la finalidad y el fundamento de este tipo de disposiciones con rango de ley y, partiendo de ahí, abrir la cuestión a debate, pues en los últimos tiempos he observado cómo la técnica basada en legislar a través de decreto-ley está proliferando. No, esta no es una opinión basada en apreciaciones subjetivas, sino en hechos constatables empíricamente, como se expone a continuación.
Fíjense, en lo que llevamos de año, se han promulgado un total de 22 Reales Decretos-Leyes, dos más de los que se dictaron en todo el año 2011 (por cierto, el último de los RDL aprobados el pasado año ya lo fue por el nuevo Gobierno, tan solo diez días después de la toma de posesión como Presidente de Mariano Rajoy). Si hacemos un repaso legislativo de los últimos tres lustros, tenemos que remitirnos hasta 1999 para encontrar un año en el que se publicara idéntico número de normas de este tipo que en lo que llevamos del presente, con un total de 22. Sin ánimo de agotar con números (con los que rara vez nos sentimos cómodos los abogados), resulta curioso ver la evolución de esta peculiar modalidad de disposición legislativa: en el año 2010 (14 Reales Decretos-Leyes); 2009 (14); 2008 (10); 2007 (11); 2006 (13); 2005 (16); 2004 (11); 2003 (7); 2002 (10); 2001 (10), y los 22 aprobados durante el ya reseñado año 1999.
¿Cuál es la peculiaridad del Real Decreto-Ley?
Constituye la plasmación de uno de los supuestos en los que el Gobierno (poder ejecutivo) está facultado para dictar disposiciones con rango de ley (el otro supuesto es el de los Reales Decretos Legislativos, en los que el Gobierno ejerce la potestad legislativa por delegación de las Cortes y con el objetivo de la formación de textos articulados o la refundición de varios textos legales en uno). Los Decretos-Leyes aparecen previstos en el artículo 86 de la Constitución Española. Veamos cuáles son las principales características de las que dota nuestra norma suprema a tan invocada norma:
– Es necesaria la concurrencia de un caso de “extraordinaria y urgente necesidad” para que el Gobierno pueda dictar un decreto-ley.
– Son normas “provisionales” y, como tales, deben ser inmediatamente sometidas a debate y votación en el Congreso de Diputados en el plazo de los treinta días siguientes a su promulgación. Así, al Congreso le corresponderá pronunciarse sobre su convalidación o derogación.
– Los Decretos-Leyes tienen una serie de materias vedadas. En concreto, la CE les impide afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en su Título I, al régimen de las Comunidades Autónomas y al Derecho electoral general.
Sin duda, de todas sus características la que puede generar más problemas, y la que da sentido al presente post, es la de la exigencia de que solo tengan cabida en caso de “extraordinaria y urgente necesidad”. A fin de que cada cual se haga una idea de si todos los Decretos-Leyes que se están dictando en los últimos meses están amparados por esa premisa, creo que resultaría conveniente conocer qué debe entenderse por necesidad extraordinaria y urgente, y para ello nada mejor que acudir a los pronunciamientos del Tribunal Constitucional sobre la cuestión. Uno de los más ilustrativos en este sentido es el contenido en la STC 31/2011, de 17 de marzo: “(…) dos son los aspectos que conforme a nuestra doctrina (por todas, STC 329/2005, de 15 de diciembre, FJ 6) hemos de tener en cuenta en la determinación de la concurrencia de la «extraordinaria y urgente necesidad» exigida por el art. 86.1 CE a efectos de determinar la validez constitucional de la regulación que examinamos. En primer lugar, los motivos que, habiendo sido tenidos en cuenta por el Gobierno en su aprobación, hayan sido explicitados de una forma razonada (SSTC 29/1982, de 31 de mayo, FJ 3; 111/1983, de 2 de diciembre, FJ 5; 182/1997, de 20 de octubre, FJ 3; y 137/2003, de 3 de julio, FJ 4) y, en segundo lugar, la existencia de una necesaria conexión entre la situación de urgencia definida y la medida concreta adoptada para subvenir a la misma (SSTC 29/1982, de 31 de mayo, FJ 3; 182/1997, de 20 de octubre, FJ 3; 137/2003, de 3 de julio, FJ 4; y 189/2005, de 7 de julio, FJ 4). En lo que respecta a la primera de las cuestiones mencionadas, la exigencia de que el Gobierno explicite de forma razonada los motivos que le impulsan a acudir a la figura del Decreto-ley para dar respuesta a una determinada situación, hemos partido tradicionalmente del examen del propio preámbulo del Decreto-ley impugnado, del debate parlamentario de convalidación y de su propio expediente de elaboración para valorar conjuntamente los factores que han llevado al Gobierno a acudir a esta concreta fuente del Derecho (SSTC 29/1982, de 31 de mayo, FJ 4, y 182/1997, de 28 de octubre, FJ 4)”. Por lo que respecta a la segunda de las cuestiones a las que hacía mención el Tribunal Constitucional, esta es abordada con rotundidad en la STC 1/2012, de 13 de enero, indicando que “la necesaria conexión entre la facultad legislativa excepcional y la existencia del presupuesto habilitante» conduce a que el concepto de extraordinaria y urgente necesidad que se contiene en la Constitución no sea, en modo alguno, «una cláusula o expresión vacía de significado dentro de la cual el lógico margen de apreciación política del Gobierno se mueva libremente sin restricción alguna, sino, por el contrario, la constatación de un límite jurídico a la actuación mediante decretos-leyes”.
Hecha esta aproximación, volvemos ahora al título que daba inicio a este post, el Decreto-Ley: ¿necesidad o abuso? Seguro que se pueden encontrar opiniones a favor de ambas posturas, desde quienes consideran que nunca está más justificado el recurso a una norma “excepcional” que en un contexto económico y social como el que está viviendo nuestro país en los últimos años, hasta quienes, por el contrario, se llenarían de razón al considerar que la celebre expresión “esto se hace por Decreto” está siendo empleada en los últimos meses, sin excesiva justificación, por quien tiene potestad para llevarla a efecto.
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