¿Hay sitio para la lógica y el sentido común en la contratación bancaria?

 

Después de tratar múltiples resoluciones de todo tipo de órganos judiciales sobre nulidad por error en el consentimiento, en el ámbito de la contratación bancaria se echa de menos que el sentido común y la lógica sean criterios más fuertes a la hora de valorar la voluntad del particular que contrata. Ya se trate de un consumidor o de un administrador o representante legal de una sociedad de perfil minorista.

Es claro y meridiano que nadie liga voluntariamente su existencia a un contrato que le va a suponer, sí o sí, un gravamen económico inasumible.

A nadie se le ocurre ir al banco y contratar un préstamo hipotecario a tipo variable que incorpore una cláusula suelo/techo que lo transforme en interés fijo y que beneficie mes a mes solo a su banco.

Nadie va a su sucursal y ruega contratar un swap de tipos de interés desproporcionados -incluso teniendo ya cláusula suelo/techo en un previo préstamo hipotecario- y a un tipo en virtud del cual las oscilaciones del euribor, al que se haya referenciado, le van a perjudicar. ¿Alguien acudió a la OPS de Bankia para suscribir acciones sabiendo que los datos financieros y contables del emisor, recogidos en el folleto, no eran reales?

Consagrados ya el deber de información que pesa sobre bancos y cajas a la hora de comercializar productos bancarios y financieros y la normativa que lo regula, seguimos observando día a día la enorme magnitud del error de consentimiento.

Considerar los actos de quien contrata y su íter conductual desde la lógica y el sentido común, debería ser un criterio más valorado junto a la afianzada doctrina del error esencial y excusable en el consentimiento heteroinducido por omisiones en la información dada al cliente, al cumplimiento o no de test de idoneidad y/o conveniencia, al análisis del perfil del cliente, a la información precontractual proporcionada con antelación suficiente –y demás normativa sectorial, en especial MiFID- y a la intervención, cuando proceda, de fedatario público o al control de incorporación y/o transparencia, en el caso de condiciones generales de la contratación y un largo etcétera. Sin olvidar la normativa tuitiva de consumidores y usuarios.

En apoyo de estos criterios la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala Primera, de lo Civil, de 12 de febrero de 2016 (SP/SENT/840814) recoge lo siguiente: Por último, la apreciación del error o defecto de representación de los verdaderos costes o riesgos asociados al producto contratado, lleva implícito que el cliente, de haberlos conocido, no lo hubiera contratado, esto es, de saber lo que en cada caso tendría que pagar según bajara más o menos el tipo de interés de referencia, no habría contratado el producto”.

Asimismo, en la de misma Sala de 9 de diciembre de 2015 (SP/SENT/835079), también sobre swap, se concluye:

En el presente caso, como en el que fue objeto de enjuiciamiento en la citada Sentencia 840/20, de 20 de enero de 2014 (SP/SENT/751163), el error se aprecia claramente, en la medida en que no ha quedado probado que el cliente, que no es inversor profesional, recibiera esta información clara y completa sobre los concretos riesgos. En particular, sobre el coste real para los clientes si bajaba el Euribor por debajo del tipo fijo de referencia en cada fase del contrato. La acreditación del cumplimiento de estos deberes de información pesaba sobre el banco. Y, también, en este caso, fue al recibir las primeras liquidaciones negativas cuando el cliente pasó a ser consciente del riesgo real asociado al producto contratado. (…) Por último, la apreciación del error o defecto de representación de los verdaderos costes o riesgos asociados al producto contratado, lleva implícito en el razonamiento del tribunal de instancia que el cliente, de haberlos conocido, no lo hubiera contratado, esto es, de saber lo que en cada caso tendrían que pagar según bajara más o menos el tipo de interés de referencia, no habría contratado el producto”.

Las sentencias citadas son solo una muestra representativa de lo que está sucediendo y, también, del enorme volumen de procesos que se generan y que lastran todos los órganos jurisdiccionales con idénticos antecedentes fácticos.

Esta situación tan poco deseable no tiene visos de cesar.

¿Sería viable, más allá de todos los criterios de valoración de la prueba para apreciar o no error, exigir a las entidades de crédito la explicación de por qué un cliente minorista -sin conocimientos ni experiencia financiera- firma un contrato enormemente gravoso y a largo plazo, con cláusulas casi imposibles de cumplir y alejadas totalmente de su perfil, sus necesidades reales y sus objetivos económicos?

No cabe duda de que sería un experimento útil, muy revelador, interesante, concluyente y enriquecedor.

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