“Alma de cántaro” al volante

Sin que sirva de precedente, hoy voy a hablar aquí en primera persona. Cada vez se afianza mas en mi cabeza la certeza de ser lo que vulgarmente se conoce como un “alma de cántaro” al volante y que la autoridad de tráfico ejerce sobre mí una conducta tan excesivamente coactiva y abusiva como injusta. Me explico, ya verá el lector cómo se solidariza con mi sensación.

Ya quedan muy atrás mis primeros años como conductor, en que el volante y la carretera a veces me envalentonaban , para pretender ofrecer a los demás una falsa imagen de duro y avezado piloto, y en que nuestras vías urbanas e interurbanas se convertían en pistas de carreras, llenas de molestos obstáculos -los otros vehículos y el peligroso incordio de los agentes de tráfico. Lamentablemente hoy día observo con frecuencia esas mismas conductas en gente joven y con turismos mucho mas potentes, y aunque me veo a mí mismo a su edad, me echo las manos a la cabeza, abro mas los ojos y pongo el pie muy cerca del freno. Cuando no recibo algún recordatorio hacia mi madre, mis antepasados, o incluso alguna peineta, al dirigirles un toque de claxon o de luces increpándoles esa forma peligrosa de conducir. En ocasiones te arriesgas de mas pues la agresividad que veo en algunos conductores es hasta histérica.

Con el tiempo, y a la par con mi progresiva maduración personal, mi forma de conducir fue ganando en prudencia. Alguna que otra sanción de tráfico también contribuyó en relevante medida a acelerar esa paulatina moderación. Hasta llegar al presente, 37 años después de mi alta al volante, y consumiendo bastantes kilómetros a diario, en que me considero un automovilista no sé si bueno o malo, pero al menos experimentado y además, y sobre todo, prudente, tanto que a veces soy víctima de la rechifla de mis propios hijos. Ya estoy mayor.

Ciertamente en determinados tramos de nuestras carreteras urbanas o interurbanas los límites de velocidad a mi juicio están muy desajustados, en especial algunos que marcan velocidades de circulación tan bajas que lo que realmente consiguen es entorpecer la circulación. No hace mucho mi mujer resultó multada en uno de esos tramos por rebasar ese límite de forma inconsciente y muy poco por encima, a las nueve de la mañana de un domingo en que apenas había circulación y sin que ese mínimo exceso resultara peligroso ni para ella ni para los escasos restantes vehículos, alguno de los cuales circulaba incluso a mas velocidad, sin que obviamente le conste si también resultó sancionado o no. El radar fue implacable. Se te queda cara de tonto.

Una sensación similar tengo a diario cuando regreso a mi domicilio desde mi trabajo, a las afueras de Madrid. Existe un trecho en el que hay que atravesar dos túneles seguidos con velocidad limitada a 80 Km/h. Les aseguro que siempre respeto escrupulosamente ese límite circulando a esa misma velocidad por el carril derecho. Pues resulta que siempre (y digo siempre) me adelantan por mi izquierda montones de vehículos de todo tipo que superan con creces aquel límite, me atrevería a decir que algunos hasta lo duplican. Todos los días me pasa por la cabeza la interrogante de si esos infractores llegan a ser sancionados; obviamente deberían serlo, pero juraría que en ese tramo no hay instalado cinemómetro ni cámaras. No puedo eludir la sensación de “pardillo” que se me queda, máxime cuando me acuerdo de la multa que le cayó a mi mujer a que me acabo de referir.

Y no digamos cuando estás rebasando un semáforo que sabes que cuenta con cámara y que esta salta prácticamente décimas de segundo después de que la luz de aquel empieza a cambiar a color naranja. De ese tipo de semáforos contamos con unos cuantos en la capital. Ya va uno sin vivir en sí cuando le toca rebasar uno de ellos, sobre todo si conoce de antemano su exacta ubicación. Y no digamos cuando la desconoce. Traspasarlo aún en verde genera una emoción indescriptible (“hoy no he caído en la ratonera”) y la respiración recobra su normalidad. Pero ¡ay, si te pilla a punto de rebasarlo y comienza ese cambio de color! La impotencia en esta situación es paralela a las dudas que de pronto se te generan y que debes resolver también en décimas de segundo, con la subsiguiente y rapidísima orden de tu cerebro a tus pies: ¿qué hago? Si pego un frenazo brusco, el vehículo que circula inmediatamente detrás de mí me puede embestir por detrás, y el de atrás con él, una cadena. Por el contrario, si acelero para evitar esos potenciales peligros y rebaso el semáforo aunque aún se halle en color ámbar, la cámara saltará y la sanción golpeará mi bolsillo y la resta de puntos herirá mi carné. Eso sí, siempre voy bien peinado para la posible fotografía.

Esos semáforos constituyen un injusto sinvivir para los conductores. Estamos indefensos ante estos artificiales escenarios creados por nuestra autoridad de tráfico claramente para recaudar. Aquí en realidad no se sanciona una imprudencia sino una indecisión provocada por la propia autoridad sancionadora.

A este tipo de semáforos sancionadores nos referimos hace un tiempo en este mismo blog.

Hace pocos días volví a padecer en mis carnes esa indecisión y falta de reflejos inmediatos: el semáforo cambiaba a color ámbar en el mismo instante en el que la rueda delantera de mi vehículo pisaba el inicio del paso de peatones, y aunque circulaba a poca velocidad, con el frenazo solo conseguí detener el vehículo una vez ya rebasado en su totalidad dicho paso. La escena era ridícula: mi coche se hallaba ya totalmente parado acto seguido del paso de cebra, en plena recta sin cruce alguno que la atravesara y los peatones cruzaban la calzada a las espaldas de mi turismo mirándome con una curiosa sonrisa. Como ya había rebasado el semáforo y el paso de cebra, y sin que tuviera ningún sentido permanecer parado en ese punto ni continuar siendo el hazmerreír de los peatones, opté por reemprender mi marcha, aunque aún conservo la incertidumbre de si la escena fue o no registrada por la cámara del semáforo y por lo tanto, si en unos días me llegará o no la temida “recetita”.

A todo esto, entre otras experiencias, me refería cuando al inicio de estos párrafos apuntaba que me considero un “alma de cántaro” al volante. Lucho por dar riguroso cumplimiento a todas y cada una de las normas de tráfico, incluso a aquellas que subjetivamente no logro comprender. Pero a pesar de mis denodados esfuerzos la autoridad de tráfico acaba por salirse con la suya en algún momento y de vez en cuando me cuela una sanción administrativa por una infracción no solo ya carente absolutamente de dolo, por supuesto, sino tampoco de culpa ni imprudencia, ni siquiera leve, se lo aseguro. Es la sensación del que no habla en clase pero es castigado por ello, cuando los verdaderos charlatanes siempre “se van de rositas” y además riéndose del profesor y del sancionado.

Me considero un ciudadano cumplidor, pago todos mis impuestos, estatales y municipales, pero el gigante administrativo no tiene suficiente con eso y consigue sus complementos en forma de multas. A este respecto es tremendamente elocuente el estudio elaborado por la Fundación Línea Directa, comentado por el diario El Mundo, cuya lectura recomiendo, el cuál concluye que los Ayuntamientos son los entes administrativos que mas sancionan, seis veces mas que la propia Dirección General de Tráfico, y singularmente los de Barcelona, Madrid y San Sebastián. Se habla de 460 multas cada hora, supongo que en el total de la geografía nacional, con un importe medio de 208 € cada una. Multipliquen Udes. El Estado cuenta con un negocio redondo, a costa en buena parte de un montón de “almas de cántaro”.

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